El ambiente de la lectura en voz alta

Si la lectura en silencio nos ayuda a concentrarnos y a saborear el condumio de un texto bien escrito, la lectura en voz alta sostenida en ambientes adecuados produce en los niños una serie de beneficios en todos los órdenes de su vida escolar, familiar y socio-cultural; de ahí la necesidad de que se convierta en una práctica de rutina y de goce emotivo-espiritual en todos los años de la escolaridad inicial, básica y de educación secundaria, de manera que ese niño llegue a la adolescencia y a su juventud revestido de uno de los hábitos más trascendentes que la lectura tiene para comprender, por ejemplo, que “hoy en día el mundo necesita líderes (…) que sean capaces no solo de dirigir, de orientar a la gente, sino líderes que sean capaces de influir a las personas, que sepan transmitir un mensaje ético, de comunicar lo importante que es trabajar juntos [maestros, padres de familia y alumnos] para construir un mundo mejor” (Klaric, 2019) de manera asertiva, porque es nuestra capacidad de hablar la que nos permite comunicarnos con la más viva expresión de nuestra energía positiva.

Y este liderazgo que la lectura en voz alta produce paulatinamente mientras el niño a través de sus mediadores va creando ese ambiente adecuado para desarrollar el arte de la persuasión para comunicarse “de forma eficaz, influir, expresar, debatir, convencer y transmitir conocimientos y sentimientos al resto de personas con las que nos relacionamos” (Coque, 2013) en el aula, en la familia y en el ambiente de la comunidad en general, revalorizan el poder e importancia que tiene el hecho de saber contar historias no solo literarias, sino cualquier otra temática de carácter humanístico y/o científico que el niño pueda trasmitirla en voz alta con la suficiente habilidad de razonamiento y de emocionalidad narrativa oral y corporalmente dispuesta para suponer que ese impulso oratorio-narratológico obedece a “cierto respeto, cierta afición por el pasado, por lo vivido, por lo que nos constituye” (Padovani, 2014) como personas responsables de nuestro destino y honestas en relación con el mundo que vivimos, y creadas neuro-cognitivamente para comunicarnos con efectividad desde la hechura de la lengua, porque es necesario recalcar que “todo comunica. Al igual que las palabras y las acciones comunican, también el no hacer nada y los silencios comunican, incluso la falta de atención influye en los demás, provocando respuestas” (Klaric, 2019) diversas según sean las circunstancias de ese hecho comunicativo.

Bajo estas circunstancias, “los niños que disfrutan la conversación con adultos y oyen historias están expuestos a un lenguaje más rico que el niño que solo experimenta la conversación” (Trelease, 2012) sin ningún entusiasmo. O, cuando “en el acto de escuchar un cuento, los adultos adoptan la actitud inocente del niño al suspender la incredulidad para ingresar en el mundo propio de la fantasía al que lo llevan las palabras (…) [dado que] la narración oral participa de esa estructura de juego y, como tal, tiene reglas que ambas partes pactan cumplir para que este se inicie y se mantenga. Por eso consideramos que narrar es un acto de gran responsabilidad por parte del narrador, dado que al proponer el pacto, le otorga entidad al otro en ese mundo ficcional [o real] y se compromete a cumplir con las reglas que le corresponden” (Padovani, 2014) para que surja ese goce estético de atención que produce el hecho de saber escuchar para comprender literal e inferencialmente esa realidad escénica del momento, tan vital para la significación hermenéutico-axiológico-antropológica que personalmente se genera en cada miembro de la audiencia mientras el emisor participa de su lectura en voz alta.