El edadismo o discriminación por edad

Numa P. Maldonado A.

El edadismo, otra de las tantas odiosas discriminaciones que los seres humanos nos autoinfligimos (al color de la piel, la etnia, sexo, género, status social, pobreza…), destaca de sus similares porque forma parte de esa lamentable y cruel “cultura del descarte”, arraigada en casi todos los países del orbe. Ignorando que hoy más que nunca un porcentaje muy significativo de la población mundial camina a la vejez y el enorme valor de la experiencia que detenta no es aprovechado, precisamente, por esa insensata discriminación implantada por la incomprensible “civilización occidental” a la que nos pertenecemos.

La OMS define el edadismo (término establecido en 1968 por el gerontólogo y psiquiatra Rober Butler y aún no recogido por el DRAE) como el conjunto de estereotipos, prejuicios y discriminación contra las personas por su edad: agrupa una serie de creencias, valores y normas que justifican esta discriminación, afecta la salud de las personas mayores e incide en el 50% de la población mundial. Abonan y fortalecen la expansión de esta vergonzosa lacra social, la inequidad creciente y la falta de compasión y empatía; por lo tanto, es un comportamiento colectivo amoral y/o inmoral, sin ética, más agravado en estos tiempos de COVID-19.

Se reconoce varios tipos de edadismo, entre otros el institucional y el familiar. El primero es más fácilmente reconocido: por ejemplo, cuando es comúnmente aceptado que las instituciones públicas o privadas despidan a sus empleados al llegar a cierta edad, o los bancos no les otorguen créditos, o las universidades no los reciban como alumnos y en casos de emergencias sanitarias los centros de salud y hospitales les cierren el paso; o se cumpla la regla general: a mayor edad menos ingresos… En cambio la discriminación familiar es menos difundida, más sutil pero igualmente cruel. Veamos unos ejemplos tomados de Gabriela Paz y Miño (revista Mundo Diners, de enero de 2021): Se discrimina en el hogar al “hablarle (al viejo(a), despacito como a un niño, o gritarle porque se asume que no oye bien; infantilizarlo con voces empalagosas: abra la boquita, tómese su juguito, papacito; creer que no puede desempeñarse en un trabajo solo por su edad; asumir que no siente deseo o que no ejerce su sexualidad; burlarse si la ejerce; ignorarlo en algún trámite si va acompañado por alguien más joven; convertirlo en “abuelo esclavo” … Someterlo a una soledad forzada, a estar quieto en una silla, sin hablar y sin opinión; a ser ignorado, o arrastrado como pesada carga a los viajes de vacaciones… O, en casos más graves, sufrir el abandono de los hijos, que los condenan a la soledad e indigencia.

Pero tanto las instituciones como la familia y la sociedad en su conjunto, no se diga el gobierno y el Estado, no saben cuanto pierden por este craso error discriminatorio, que raya en la estupidez, seguramente porque desconocen o ignoran el valor de la experiencia, el gran adorno de la vejez, o los últimos estudios sobre la eficacia del cerebro de un viejo (ver artículo El cerebro de una persona mayor , de Sergio Bernasconi, julio de 2021): “si una persona lleva un estilo de vida saludable, se mueve, tiene una actividad física factible y plena actividad mental, las habilidades intelectuales NO disminuyen con la edad, solo CRECEN, alcanzando un pico a la edad de 80-90 años”

En Ecuador el discrimen hacia los ancianos y las personas maduras que aún no llegan a la tercera edad (65 años) es notorio: los jubilan o simplemente los expulsan del trabajo, pero más que eso, se ignora y desprecia su experiencia e inteligencia.