La luz de la luciérnaga

Una ingenua luciérnaga se paseaba por el pantano. Muy cerca de ella, un sapo pensó que ningún ser tenía derecho a lucir cualidades que él mismo no poseería jamás. En cuanto la tuvo a su alcance, saltó hacia ella y la cubrió con su vientre frío. Ya casi muerta de asfixia, la luciérnaga le preguntó: ¿Por qué me haces esto? ¿Qué te he hecho yo para que me trates así? Y el sapo solo repuso: ¿Por qué brillas?

Esta conocida fábula, escrita por Hartzenbusch a mediados del siglo XIX, nos muestra una emoción bastante frecuente y muy poco aceptada: La envidia.

Según un artículo publicado por investigadores españoles e italianos en el Journal of Science Advances, la mayoría de las personas pueden ser agrupadas en cuatro grupos según su personalidad, a saber: Optimistas, Pesimistas, Confiados, Envidiosos. Es interesante comprobar que, de la muestra estudiada, la tercera parte presentó los rasgos característicos de esta última categoría, la pregunta es ¿dicho tercio estaría de acuerdo?

La envidia se enfoca en los logros y cualidades de las personas, lo que la diferencia claramente de la codicia, que se centra en los bienes y posesiones. Es lícito querer progresar, pero en base al esfuerzo propio, de manera honesta e incluso aceptando nuestras propias limitaciones. Incomodarse por el éxito ajeno, o por no recibir lo que supuestamente merecemos, no es una opción saludable.

Lo aceptemos o no la envidia es inherente a nuestra naturaleza pecaminosa, afortunadamente puede eliminarse mediante un proceso de dos pasos: El primero implica negarnos a nosotros mismos; es decir, dejar atrás todo lo que nos separa de la luz admirable de Jesús; al hacerlo, nos alegraremos de los éxitos ajenos, antepondremos las necesidades de los demás a nuestras propias necesidades, apetencias o conveniencias, nos vestiremos de amor, que es el vínculo perfecto, nos gozaremos con los que se gozan, lloraremos con los que lloran. El segundo paso consiste en descansar en el Señor creyendo en su promesa:

Nunca te abandonaré ni jamás te desampararé”, sabiendo esperar en Él puesto que “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”. Cuando nos negamos a nosotros mismos y aprendemos a esperar en el Señor, confiando en su voluntad buena, perfecta y agradable; la luz de la luciérnaga, nos será indiferente.