Diego Lara León
Existen preguntas que muchos nos hemos hecho, nadie nos las ha contestado, quizá porque nunca la hemos preguntado.
Varias de esas interrogantes sin contestar son: ¿Quién, porqué y como así pusieron esos nombres a ciudades, ríos, montañas, pueblitos y otros lugares?
Como así bautizaron a un cerro como Chambarango, Acacana o Uritusinga. Quién le puso al río Jibiruche, Zacapo o Quebrada Grande, si es una quebrada muy pequeña. Quién le puso El Apretadero, Masaconsa, Curiachi, Infiernillo, Lujinuma, Agua Rusia, Cabeza de Toro, Bolaspamba o El Balsal, a hermosos y pintorescos pueblitos de nuestra provincia. Ah y sin olvidar lugares como Tronco Quemado, el Puente de los Ahorcados, la Ye del Muerto o la Cruz del Panadero.
Obviamente muchos nombres provienen de vocablos de asentamientos humanos muy antiguos y si nos remontamos a la etimología, encontraremos varios significados. Seguro los inventores de aquellos maravillosos nombres serían nativos, conquistadores y colonos, sin duda individuos poseedores de una gran sensibilidad para interpretar las características propias de cada lugar y el lenguaje natural del entorno, seguro eran dueños de un formidable talento para darle el sentido al paisaje y significado a los accidentes geográficos de un mundo al que llegaron y supieron escucharlo y entenderlo.
Hay nombres de raíz quichua que son una hermosa poesía, por ejemplo: Yanacocha que significa “Lago Negro”, Huayrapungo que significa “la Puerta del Viento”, Shiryculapo que significa “Balcón del Inca”.
La montañas y valles de nuestro maravilloso entorno fueron y son sitios fértiles para el nacimiento de mitos y leyendas, es por ello que sus nombres evocan a la fuerza de la naturaleza, a algún hecho olvidado, a la memoria de alguna alegría o desgracia, hacen mención al viento, al agua, a la lluvia, al color de las piedras, a lo deslumbrante de un amanecer o atardecer, a la tranquilidad o al ruido, a quien nació o murió ahí.
Aquellos nombres nos impresionan cuando los escuchamos por primera vez, pero luego pasan a ser tan comunes en nuestros oídos que perdemos la capacidad de asombrarnos de su magia. Esos nombres son una suerte de sinfonía que supera la frialdad de un mapa, son la sinergia perfecta entre el quichua y el castellano.
Rebautizar a un lugar, a un río o a una montaña es casi como cometer un sacrilegio, es por ello que eso casi no sucede. Mientras más una persona alcanza la madurez y la trascendencia, mas orgulloso es del lugar donde nació, donde creció, donde se formó, donde anhela regresar.
Cada uno tenemos nuestro lugar favorito, nuestra tierra que nunca se desconectó de nosotros, aquel lugar con nombre único que cada vez que lo escuchamos recordamos personas, colores, olores y sabores, recordamos el calor de un hogar y la voz de quien nos quiere desde aquí o desde allá.
@dflara