Edwin Villavicencio
La democracia interna en partidos y movimientos políticos debería ser el primer filtro de calidad de cualquier sistema democrático. Si hacia adentro no hay reglas claras, transparencia en la elección de dirigentes ni competencia real entre propuestas, hacia afuera difícilmente habrá buen gobierno. En Ecuador, sin embargo, la estructura de muchos partidos sigue girando alrededor de un “dueño” o caudillo que decide listas, reparte dignidades y define la línea política a su conveniencia.
Bajo esta lógica, las primarias se vuelven una formalidad vacía. La militancia es llamada a “ratificar” decisiones que ya fueron tomadas en una oficina o en la mesa chica del líder. Los estatutos que hablan de participación y renovación de cuadros terminan como decoración jurídica. El mensaje es claro: el partido deja de ser una organización al servicio de un proyecto colectivo y se convierte en plataforma privada para negociar candidaturas y sostener al caudillo.
Este modelo tiene consecuencias directas en la calidad de la política. Cuando las candidaturas se imponen “desde arriba”, se cierran las puertas a liderazgos territoriales, se castiga la disidencia y se premia la lealtad acrítica. Importan menos la preparación o la ética del aspirante que su docilidad frente al jefe. Así se llenan las listas con familiares, socios, amigos de campaña o figuras mediáticas sin compromiso programático. Ya en el poder, esa lógica se traslada a los gobiernos locales y nacionales: fidelidad personal por encima de capacidad y resultados.
La falta de democracia interna también distorsiona la representación. Un partido que no escucha a sus bases, que no rinde cuentas y que no permite debate real termina desconectado de las necesidades sociales. La ciudadanía percibe esa distancia y alimenta una desconfianza generalizada: “todos los partidos son lo mismo”, “todo está manejado entre pocos”. Con ello se debilita la legitimidad del sistema y se abre espacio a outsiders que prometen “barrer con los políticos”, pero reproducen el mismo caudillismo con otro rostro.
La democracia interna no es un adorno, es una garantía contra el autoritarismo. Obliga a los líderes a competir, justificar decisiones y someterse al veredicto de la militancia. También permite renovar cuadros, corregir rumbos y construir programas que nazcan de la deliberación y no del capricho. Allí donde las directivas se eligen en procesos limpios y las listas se definen con mecanismos transparentes, el caudillo pierde poder absoluto y el partido se acerca más a una institución que a una empresa política familiar.
Salir del modelo del “dueño del partido” exige reformas legales, pero sobre todo presión social. Las normas pueden exigir primarias, paridad y transparencia financiera; sin embargo, si la ciudadanía sigue premiando marcas personalistas, el caudillismo seguirá siendo rentable. El cambio real ocurrirá cuando militantes y electores exijan partidos que se parezcan menos a un culto al líder y más a una escuela de democracia: con reglas, debate, alternancia y proyectos que sobrevivan a cualquier caudillo.

