La hermosa Loja que se agrupa entre dos ríos, como la Loja de Granada alrededor de la fortaleza y partida en dos por el río Genil y escoltada por el Manzanil. La ciudad de reminiscencia castellana impresiona con sus múltiples paisajes. Tiene una vieja y castiza gracia en el centro y un clásico intelectualismo; el tipo intelectual por sus universidades y numerosos colegios. La gracia de sus campesinos aledaños, de sus burgueses, sus beatas, sus frailes y sus comerciantes. Bellezas mujeriles, escritores, artistas y tipos enriquecidos. Sugestión de intelectualismo y de esa habla hispana, que en España mismo tratan de defenderla de los vecinos. Los ríos lojanos en invierno son gritones y agresivos, como las ondas del mar. Ciudad sonora como las armazones guerreras de los conquistadores de horizontes con nieblas y con garúa. Los capitanes y los caciques andan dormidos; los legendarios carbunclos se han muerto. Ciudad conventual bajo la cruz del Villonaco y el manto broncíneo de la Virgen de Guayco. Pelados y con cruz en la calva están los viejos centinelas: el Villonaco, el Zhañi, el Chontacruz y el Carigán.
Loja va camino a la grandeza de las ciudades cosmopolitas. Modernos y viejos edificios confundidos. No hay santuarios de mármol ni rascacielos, hay milagros paisajistas que nacen de los infinitos cerros y cordilleras; milagros que nacen en sus ríos, en las arenas, en las burbujas y en las espumas hechas al cruce por los saucedales de Punzara y el choque con las aguas del Jipiro.
Una vida nueva se extiende en la alfombra de parques, en calles, teatros y plazas. En los balcones están los manjares, por si vienen más bereberes y sefarditas. Patios que recuerdan a los jardines de Murcia repletos de sol. La colonia ha sido superada en el aspecto urbanístico. Hay una chacería con balcones, llena de futuro y de protesta contra los virreinatos particulares, contra los nobles administradores, los grandes terratenientes que provienen de familias con antecedentes coloniales.
Casas solariegas donde almas de viejos encomenderos señorean. Tras los visillos están las abuelas ataviadas de chalina de fina lana. Hace mucho tiempo que colgaron el armazón de miriñaque que lució en un baile de zamacueca. No interesan: la guitarra de Conchaperla, el costurero taraceado, ni la heráldica que duerme en el bastidor de bordado. Han quedado rezagados los vestidos de Ringorrango, flamencota, herpética y rubiales, que provocaron desgonces de cadera.
Casas chulas pintadas con cemento y tierra blanca con leche. Avenidas de árboles que en el día alegran y en la noche son sombras que recuerdan al cura sin cabeza y a las ánimas en pena, que hacen temblar las quijadas. Ciudad muy chiquita para un pueblo grande, como lo fue el pueblo de los Cusibamba. Ciudad y pueblo enterrados por los terremotos; superpuestas culturas como casas de dos pisos, ciudad sobre pueblo; un libro de estampas viejas y escritura en papel venado, pergaminos sobre los dioses de piedra y oro, cofres de quimeras muertas y sobre ellos las heladas figuras de hueso y barro, los cabellos de plata sobre las fibras de cabuya. Las ventanas de capitán y las huacas atesoran a la eternidad.