Un coloquial proverbio dice: “Abril, aguas mil…”. Necesitamos el agua. Nuestra ciudad la reclama. La naturaleza, con rostro de mujer y corazón de madre, es exigente e implacable.
Elevamos plegarias a Dios porque nos sentimos preocupados. Con todo esto, vivimos una nueva semana santa, inmersos y obligados a cultivar el hábito de la disciplina para amar la bioseguridad, escudo e identidad para vivir. La tormenta de noticias sobre la vorágine de contagios por el COVID-19, altera nuestra tranquilidad. Provoca inseguridad, miedo. Una culpable indiferencia. Engañosa, letal. Mortal. El distanciamiento, cuando no es canalizado correctamente, es peligroso. Me refiero a la lejanía espiritual. Nos abraza la era virtual. No resulta extraño hablar de una nueva era. Seguramente surgirán otras formas de comunicación. Debemos acostumbrarnos a vivir así. La sequedad espiritual provoca frialdad e ignorancia, quizá más grave que aquella que ha marcado nuestra hoja de ruta hasta ahora. El mundo avanza, gira, no se detiene. El hombre, mira, siente, camina, recibe. Jesús, decía un cantautor, es verbo, no sustantivo. Tiene razón, en cierta medida. En su pasión, entregó amor. En su sacrificio, obediencia. En su cruz, verdad. En su resurrección, testimonio, esperanza, un mundo nuevo. El comienzo de un mundo que viene con rostro diferente, un reino, de paz y justicia. Pasamos del jueves al domingo. La vida continúa con nuevos retos. Abril nos recibe con una agenda incierta de hechos, datos, novedades, propuestas y pendientes. Nos encontramos en el día siguiente. En el después. Quizá, con la desazón de los discípulos de Emaús. Un amasijo de vivencias, recuerdos, alegrías, amarguras, incertidumbre. Admiración por un tal Jesús, contradictorio y pacífico, que pasó haciendo el bien. Aclamado por los milagros y signos que realizó. Su forma diferente, auténtica, de amar y servir. Sin embargo, la vida sigue. Aunque, con Él, en el hoy, el universo gira distinto. El diálogo de estos personajes, se parece mucho al hombre de a pie. Aquél que es actor. Que camina. Busca su identidad. Ardía su corazón, mientras el desconocido personaje, les habla, actualiza su Biblia de cada día. Otra vez, “sin embargo”, no lo reconocieron. Como hoy. “El día después” recobra su presente, aclara su identidad, en una comida sencilla. Sacramental. Transformadora. Una celebración a la luz de la fraternidad. Una comida. La fracción del pan. La Eucaristía. Partir, compartir, repartir, comer. Satisfacer a placer la necesidad de llenar un vacío ausente de plenitud. Como hoy. El rito, infinitamente reiterativo, de agradecer. Jesús agradeció en todo momento, en su cercanía física entre nosotros. Continúa, tan cercano y cariñoso, dadivoso y oblativo, en cada encuentro, en su altar: “Tomen y coman…tomen y beban…”, del cáliz de una alianza diferente. Vivan una paz perpetua. Este día, “el después”, es el que nos compromete. Nos exige que seamos mejores. Sinceros. Reales. Testigos.