Don Julio reveló en cierta ocasión que “su padre le contó que uno de sus abuelos había tenido dos hijas: una guapa y la otra poco agraciada. Un caballero cuarentón pidió la mano de la guapa, pero al momento del casamiento acudió la fea, por decisión de los propios padres. El matrimonio se celebró, pero no se consumó nunca, pues el marido después de pronunciar obedientemente el “Sí”, desapareció por siempre jamás cuando descubrió el rostro verdadero de la mujer con la que se había casado”.
Imagino que la dama que suplantó a la otra era realmente feísima y que el cuarentón, al momento de develar su velo tupido que colgaba desde la cabeza, se encontró con un rostro horroroso que le produjo un terrible impacto, a tal punto que la presión arterial le bajó casi a la mitad de lo normal; sudaba a chorros y las piernas le temblaban incontrolablemente.
Estoy seguro que en ese momento de desesperación el cuarentón pensó: a mí no me meten gato por liebre, es ahora o nunca. Pretextó su deseo de agradecer al cura, ingresó por la sacristía, salió por la puerta lateral de la iglesia y emprendió una carrera de leopardo hasta perderse en los matorrales.
Por mi entrañable amigo, César Augusto, supe que en la década de los cuarenta se había producido otro acontecimiento matrimonial insólito. Don Armando, un hombre de negocios muy conocido y considerado en nuestra ciudad de Loja, tenía una hija de nombre Mariela, verdaderamente guapa, culta y virtuosa, dedicada por entero al arte pictórico.
Por sus relaciones comerciales don Armando guardaba especial amistad con don Ángel Javier, perteneciente a la alta sociedad, y por su intermedio conoció a su hijo José Augusto, hombre de unos treinta años, apuesto y de buenos modales. Don Armando se prendó de José Augusto y con el transcurrir del tiempo la simpatía se acrecentó. Considerándolo un buen partido, como solían decir, pensó en su hija. Lo invitó una y otra vez a casa para que pruebe los exquisitos potajes preparados por su esposa, tratando de que su hija lo mirara como potencial pretendiente. En cada momento le hablaba de él, pero Mariela no mostraba el más mínimo interés.
La estrategia dio resultado ya que José Augusto se enamoró perdidamente de Mariela. Mordió el pez, habrá dicho don Armando, quien impuso su voluntad. Cumplido el protocolo social se programó el matrimonio en la Iglesia Catedral.
Mariela, refundida en su cuarto consumía cogitabunda las horas y los días; su rostro reflejaba inmensa tristeza y las lágrimas brotaban inconteniblemente de sus ojos. La madre la consolaba diciéndole que los padres quieren lo mejor para sus hijos. No me interesa ese hombre, no lo quiero, y hasta parece “amanerado”, respondía con indignación.
Llegó el día aciago. Los preparativos de primera, con lujo de detalles. En la iglesia, repleta de invitados que lucían las mejores galas, ingresó sobriamente el novio hasta el altar. En casa de la novia, en cambio, se produjo un relajo de grandes proporciones porque Mariela, haciendo uso del derecho a la resistencia, se negó rotundamente ir a la ceremonia. Don Armando explotó en ira. No comprendes el escándalo, carajo, gritaba enloquecido. Pueden matarme, estoy resuelta a lo que sea, dijo Mariela con toda firmeza. Mientras tanto, José Augusto, que permanecía como estatua en la iglesia y a ratos sentía desfallecer, recitaba para sí la letra del bolero de Roberto Cantoral: reloj no marques las horas, porque voy a enloquecer.
No había nada que hacer, don Armando envió un mensaje al cura, quien se dirigió a los presentes diciéndoles: señoras y señores, ha surgido un inconveniente en casa de don Armando, reciban la bendición del Padre, Hijo y Espíritu Santo, podeis ir en paz. Los invitados salieron no tan en paz porque los comentarios y críticas fueron mordaces y de todo calibre. No faltaron quienes reclamaban sus regalos.
Envuelto en vergüenza, don Armando armó maletas y se radicó en Cuenca. Mariela se encerró en un convento y con el tiempo recibió el hábito de monja. Vivió bajo la gracia de Dios y encontró el espacio propicio para seguir desarrollando su habilidad artística.
Los matrimonios arreglados e impuestos, en los que la elección de los cónyuges ha estado bajo la competencia de sus padres, en quienes ha primado intereses sociales y económicos, han tendido al fracaso. En algunos, incluso, el desenlace ha sido fatal, como lo concibió magistralmente el ilustre escritor lojano Miguel Riofrío en su novela “La Emancipada”, la primera del Ecuador.
En resumen. Rosaura Mendoza, cuya familia vivía en Malacatos, enamorada de Eduardo, un forastero, fue obligada por su padre, don Pedro, en contubernio con el cura párroco, a casarse con un hacendado vecino del sector, Anselmo Aguirre, de 40 años.
Llegó el día de la boda. El cura párroco, después del “Sí” de rigor, con gran satisfacción dio la bendición nupcial y el cortejo se encaminaba hacia el altar. Fue en ese instante que Rosaura llevó a cabo el plan mentalizado y resueltamente salió de la iglesia. Su padre gritó sobresaltado: Rosaura ¿a dónde vas? Una mujer casada queda emancipada, soy mujer libre, que don Anselmo se vaya por su camino y haga lo que le dé la gana, respondió con coraje.
Los días posteriores fueron azarosos para Rosaura hasta que murió sumida en desgracia. El cura, causante de la perdición de esa mujer, cuando supo su muerte subió al púlpito y dirigiéndose a los feligreses habló sobre las desgracias que traen consigo la desobediencia a los padres y el desacato al sacerdote. De su parte, don Anselmo se vistió de gala el día que le fue dada la noticia de su viudez
Una bellísima novela. Un grito de libertad de la mujer.