Rául Eduardo Campana, te conocí por los años 95, aún niño, con la chompa azul y su ribete amarillo del Liceo. Ayer como hoy, tenías la mirada llenita de ilusiones y los ojos destellantes de vida.
Creo que me admirabas como maestra. Esa admiración que no se ha ido, vino este lunes, en sueños, para decirme algo inexplicable. Pero, expresaste que tienes que irte, que te preocupa mucho “ella”. Bajaste unas gradas, en el descanso de escalera, dejaste en el piso la chompa del Liceo y me anunciaste, —desde la distancia—, que la recogiera. Animándome: “Sandrita, no se olvide, tome la chompa y el proyecto”.
Raúl, me ha quedado sonando en el oído tu voz y el latir de tu corazón acelerado. En estas noches, no he logrado quitarte del pensamiento. Ya no nos veíamos tanto, como en el tiempo pasado, mas, nunca dejé de apreciarte.
Recuerdos de lo compartido en el rinconcito de la felicidad de tu heladería, cuando hablábamos diariamente. Intrépidos, cortábamos el hielo quemante de esos negocios utópicos y contemporáneos. Analizábamos, tratábamos de impedir o detener la precipitación de lo inevitable, cuando el negocio a veces parecía salir a flote, y otras veces, se nos iba de las manos. Recuerdo las marchas angustiosas por cubrir las obligaciones pendientes, los fines del mes, los roles de pago, las horas extras, el arriendo, las facturas de proveedores y tú, que no conocías fronteras de lo imposible. Tu tremenda obstinación por hacerlo factible.
Te recuerdo, ayudando a tu padre, trabajando de lo que sea, para vencer la crisis. Y te veo amando a tu madre, no con palabras, sino con hechos. Te recuerdo Raúl, respetando a tus hermanos, cuidándolos, por ser tú el hermano con liderazgo.
Te recuerdo, con los uniformes de los equipos de fútbol, con la adrenalina más noble, por hacer posible la felicidad de tus seguidores y de los que creían en ti. Te recuerdo, con la mascota bebé en brazos, dándole amor. Y te recuerdo con los tíos, con los primos y con los camaradas, a los que considerabas tus hermanos.
Repaso las confesiones: los miedos, las dudas. Un día dijiste que tenías mala suerte, yo te reproché que digas eso. “Sí, en serio Sandrita, tengo mala suerte, pero, yo no dejo que me gane, yo insisto, e insisto, e insisto, hasta que al cansancio, la venzo.”
Ahora, entre lágrimas, te creo. Y aunque esto, que declaro se parece a una blasfemia, tengo una inconformidad adolorida que dice incesantemente: ¿Por qué a ti?
La madruga de este 8 de agosto, fecha de tu accidente, la tragedia tuvo una arquitectura distinta, un vaho de geranios y jazmines inundaron el ambiente. Y al parecer Dios en persona vino a recogerte. No podía ser de otra forma. Nos queda tu recuerdo anclado a la huella de Raúl y las eternidades del bien.