Galo Guerrero-Jiménez
La lectura debe ser una comunión, no un mero enunciado en cuanto a pesar vanidosamente que hay que leer para engrandecer nuestra condición personal y profesional y, lo más grave, llegar a creer que, porque alguien no lee, de alguna manera es menos persona, e incluso un ente nocivo porque no contribuye a engrandecer su componente intelectual, ni social ni educativo-cultural.
Por supuesto que, desde el ámbito de la lectoescritura sí es factible ser altamente sensible ante el desarrollo humanístico-científico-estético de la vida, si de ella se hace una auténtica comunión, cuando “le permitimos la entrada -como señala George Steiner-, aunque no sin cautela, a nuestra más honda intimidad. Un gran poema, una novela clásica nos acometen; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos” (2017).
Desde esta óptica, la voz del libro nos llega a lo más selecto de nuestra cognición; se adquiere, poco a poco, una nueva mirada ante el mundo, puesto que el lector empieza a conocerse mucho mejor a sí mismo y a entender a los demás, incluso, empieza a sentir las necesidades del otro como suyas y, por ende, cuando le sea posible, aprende a dar su contingente personal sin vanidad, ni orgullo y sin creerse que es mejor que el prójimo, sino porque, sencillamente, la tolerancia, la satisfacción, la entrega, el servicio, la solidaridad le nacen por convicción, y todo porque, como señala el neurocientífico Acarín, “el cerebro humano ha sido un buen instrumento para producir cultura y conocimiento a partir de la transmisión de experiencias [sobre todo cuando leer bien significa arriesgarse a mucho, como sostiene Steiner] mediante el aprendizaje y un buen uso de la imaginación. Lo cual nos ha llevado a generar una civilización peculiar, con grandes conquistas” (…) (2018) como la de llegar a sentir una enorme satisfacción personal, de disfrute y de grandes interrogantes cognitivas y lingüísticas, gracias al poder de comunión que se entabla entre el texto y el lector.
Por supuesto, no se llega a ser lector si no ha habido una larga trayectoria de motivación y de mediación auténtica como la que los especialistas en lectoescritura ejercen con el niño; ellos saben que “el único motivo por el cual los niños pueden interesarse en un libro es la dimensión mágica de su contenido; todo lo demás empieza por ser un discurso del deber, y termina siendo un acto aborrecido si no está motivado por la libertad y la fantasía” (Argüelles, 2017).
De ahí que, es importante la motivación, “pero la motivación no a través de subrayar el carácter práctico de las habilidades, sino por medio de la ayuda del contagio, del entusiasmo, de la guía placentera para abrir las puertas de la imaginación. El poder mágico de la lectura es lo que da su mayor atractivo a los libros ante los ojos de un niño” (Argüelles, 2017) en especial, y de los adultos que, desde esta posición mental, abierta y estéticamente disfrutada, experimentan una comunión, y no una obligación.
Pues, el poder mágico, el disfrute, la imaginación, o como dice Mario Vargas Llosa, “salir de sí mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad” (2007), tan afectados cuando desde una mala concepción pedagogizante se pretende moralizar la lectura.
Y, por supuesto, solo se huye de esta pretensión moralizante, cuando hacemos comunión con el libro, leyendo desde la más viva cognición estética. Así, “cuando leemos novelas no somos los que somos habitualmente, sino también los seres hechizos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras” (Vargas Llosa, 2007).