Efraín Borrero E.
Tres años han transcurrido desde que Lenin Moreno, presidente de la República, declaró el Estado de Excepción por calamidad pública en todo el territorio ecuatoriano, por los casos de coronavirus a causa de la COVID-19. A través de un decreto fechado el dieciséis de marzo de 2020 dispuso que nos mantengamos encerrados en casa.
A partir de ese momento se produjeron hechos, circunstancias y vicisitudes que se conservan frescos en nuestra memoria. A esta altura del tiempo nos queda la certeza que la COVID-19 no solo cambió la forma de vivir, sino también de morir, y que provocó en nosotros cambios en todas las dimensiones: física, social, emocional, cognitiva y espiritual, como expresa María José Figueroa. Capítulo aparte constituye el tremendo impacto económico que causó en todos los países.
Se asegura que la pandemia del coronavirus COVID-19 es la mayor crisis de salud global que ha sufrido la humanidad, a la cual ese temerario virus la hizo arrodillar.
En Loja, las familias se alborotaron proveyéndose de lo que más podían, incluyendo naipes para el juego de telefunken. Muchas de ellas se refugiaron en sus fincas, estancias y casas vacacionales ubicadas en Malacatos, Vilcabamba y otros sectores de la provincia.
La Intrincada situación que vivíamos estaba envuelta de pánico, zozobra e incertidumbre. Además de usar rigurosamente la mascarilla, conservar la distancia, saludar con el codo y privarnos del abrazo afectuoso, no sabíamos qué hacer para enfrentar al virus SARS-CoV2. Las redes sociales nos inundaron con todo tipo de opiniones. Nos sugerían ingerir dióxido de cloro, ponernos la vacuna de la vaca y muchas otras alternativas caceras.
En medio de la desesperación por fortalecer nuestro sistema inmunológico, y para combatir la enfermedad, aparecieron algunos vendedores ofreciendo botellas de punta de caña de azúcar conteniendo fragmentos de madera, que, según ellos, era cascarilla, cuyo compuesto se había macerado varios días.
Algunos investigadores de la Universidad Nacional de Loja, de la organización Naturaleza y Cultura Internacional Ecuador y de la Universidad Técnica Particular de Loja, impulsaron la campaña “La cascarilla NO cura el coronavirus”, cuyo objetivo fue informar, sensibilizar y crear conciencia en la ciudadanía de Loja sobre el uso errado que se estaba dando a la corteza de la “cascarilla”, ya que no existen investigaciones científicas que verifiquen su efectividad para el tratamiento de la COVID-19. Además, advertían el riesgo de desaparición de los poquísimos árboles de “cascarilla” o quina que quedan en Loja
Por encima de esa advertencia algunas personas bebieron ese brebaje amargo, más o menos como desenvainado la espada para enfrentar al temible virus; y, por supuesto, comentaron haber quedado como nuevos.
No sé si haya sido verdad que esos fragmentos de madera eran de “cascarilla” ni que los resultados del brebaje hayan sido eficaces, lo único cierto es que en las familias lojanas se hablaba insistentemente de la “cascarilla”, aunque no todos conocen que se trata de la corteza del árbol de la quina o quino que abundaba en la zona comprendida entre Cajanuma, Uritusinga y Malacatos, hasta que esos bosques fueron devastados sin contemplación por la codicia.
Según los entendidos, esa corteza o “cascarilla” contiene diversos alcaloides útiles como antipalúdicos. Aparte posee también principios astringentes y otros compuestos que son los ácidos orgánicos y los terpénicos que inciden en su amargor.
Desde hace mucho tiempo los nativos la empleaban como remedio. Algunos indicios indican que los habitantes de la cultura Palta fueron los descubridores de la cascarilla y la utilizaron con eficacia en el campo de la medicina natural. Machacaban la cascarilla hasta convertirla en polvo y empleaban la chicha de maíz para la infusión.
Félix Paladines dice que “La leyenda nativa nos relata que los indios bebían el agua de esas pequeñas quebradas de la zona que, a su paso, lavan las raíces de los abundantes árboles de quina, y que esto los conservaba inmunes al paludismo y a otras fiebres, razón por la cual conocían desde siempre las virtudes de este febrífugo natural”.
Cuenta la historia que, en Malacatos, en 1638, un misionero jesuita había enfermado de paludismo y que fue asistido por al cacique lugareño Pedro Leyva, quien, con su conocimiento ancestral, le dio a beber una infusión a base del polvo de la “cascarilla”, sanando a los pocos días. El sacerdote quedó sorprendido y participó a los suyos lo sucedido.
Los jesuitas enviaron muestras de la cascarilla a Lima con el requerimiento de enviarlas a la botica del Vaticano, a fin de verificar su efectividad y posibles usos. Por ese hecho, en el ambiente clerical la conocieron como “corteza o polvo de los jesuitas”.
Pio Jaramillo Alvarado señala que por esa época era Corregidor de Loja don Juan López de Cañizares, que cayó gravemente con fiebre intermitente. Aquel sacerdote jesuita, amigo suyo, le sugirió tomar el remedio que el Cacique Pedro Leiva le había dado. El Corregidor lo tomó y la curación fue rápida y definitiva.
Coincidentemente, en la ciudad de Lima, doña Francisca Enríquez de Ribera, condesa de Chinchón, esposa del Virrey del Perú, se encontraba casi agónica aquejada de la misma dolencia. Los jesuitas le hicieron llegar desde Loja un atado de corteza de quina con instrucciones sobre su uso. El suministro de la “cascarilla” le permitió recuperarse de forma milagrosa, por esa razón se la conocía popularmente a la quina como los «polvos de la condesa». También la llamaron “cinchona”, nombre que después se adoptaría en la nomenclatura botánica universal.
El virrey del Perú, asombrado por el efecto curativo del brebaje envió muestras de la “cascarilla” lojana a la Real Botica de España para que se analice su composición y propiedades. Los resultados fueron sobresalientes dando lugar a su prestigio en Europa y luego a nivel global.
En Europa, entre todas las cascarillas que se producían en nuestro territorio y en el Perú, la más acreditada y mayormente preferida por los resultados eficaces, fue la de Loja. Era tan cotizada que en cierto momento de su comercialización se pagaba un valor superior al oro; es decir, llegó a ser la más importante planta medicinal de ultramar y una fuente de enriquecimiento poco desdeñable.
La “cascarilla” lojana provocó el interés de algunos connotados e ilustres científicos y botánicos de distintas épocas, puesto que se la consideraba el medicamento mágico del Nuevo Mundo. Varias fueron las expediciones científicas que visitaron Loja, así como muchísimos los trabajos científicos e historias que han abordado el tema.
Abel Fernando Martínez asegura que el primero en describir por escrito la corteza del árbol de la quina y su uso medicinal, fue el naturalista, cronista y sacerdote jesuita Bernabé Cobo y Peralta, en su Historia del Nuevo Mundo, en 1653, quien sostuvo: «En los términos de la ciudad de Loja, diócesis de Quito, nace cierta casta de árboles grandes que tienen la corteza como de canela, un poco más gruesa, y muy amarga, la cual, molida en polvo, se da a los que tienen calenturas y con sólo este remedio se quitan.»
En 1737, La Condamine visitó las montañas de Cajanuma en Loja, y envió una muestra botánica al naturalista sueco Carl von Linneo, considerado el padre de la taxonomía botánica, quien, conocedor de la leyenda de la Condesa de Chinchón, bautizó al árbol con el nombre de Cinchona officinalis. Entendemos claramente que la palabra Chinchón, que es el nombre de un pueblo en España en el que nació el virrey, sufrió una metamorfosis.
En 1801 Alexander von Humboldt visitó Ecuador, y el año siguiente estuvo en Loja acompañado del botánico francés Bonpland, a fin de analizar ese febrífugo. Años después, Eugenio Espejo también fue un apasionado estudioso de la cascarilla lojana, recomendándola, incluso, para curar las gangrenas y el cáncer.
Hernán Sotomayor Veintimilla, Doctor especialista en Homeopatía, asegura que el sabio alemán Samuel Cristian Hahneman, utilizando la quinina de Loja en sus experimentaciones, descubrió el arte de curar, esto es: la homeopatía, dando origen al estudio de esa nueva ciencia.
Ese «árbol de la vida», que así se llamó a la quina o “cascarilla”, por sus bondades terapéuticas y especificidad en el tratamiento de las fiebres intermitentes o paludismo, revolucionó la medicina y la farmacología mundial, y puso el nombre de Loja por todo lo alto hasta convertirla en la “Patria de la cascarilla o quina”, como la denominó Pío Jaramillo Alvarado, haciendo ostensible el inmenso beneficio que causó a la humanidad.
Los lojanos debemos conocer la importancia que tuvo nuestra cascarilla en la historia universal de la medicina, propósito en el cual, José Carlos Arias Álvarez, director del Archivo Histórico Municipal de Loja, se ha esmerado por propiciar y fomentar su amplia difusión en diversos espacios a nivel local y nacional, empeño al cual me sumo entusiastamente con esta sencilla narración.