Historia de abuelas sufridas

Mi abuela  materna era fuerte y parecía brava. Casi siempre tenía sus ojos llorosos, por una alergia que no la abandonaba. Más que en casa, su vida transcurría en el trabajo, que era, como decir, su verdadero hogar, donde tenía asegurado el cariño desinteresado de sus amigas y compañeras.  Cuando llegaba al hogar, tenía la postura y el semblante de implacable, como un ogro que no es en realidad ogro, pero intentaba mostrarse así.

En el trabajo le ocurrían cosas más amenas que en la casa, pues solo allí, había las bromas, las pasadas, se olvidaba de ese papel de mujer seria, para ser verdaderamente quien era.  Y le ocurrían cosas raras.

Una vez, limpiando las paspas y los bollos que luego colocaba bien contados en canastas, para salir a repartir a las tiendas, se dio cuenta que los bollos resultaron al poco tiempo de ser pan caliente a frío, como más morenos de lo normal, quedando oscuros como carbón. Y las paspas pasaron de ser suaves a tiesas, sin ninguna explicación. Incluso, las demás compañeras, no comprendían y dijeron que se debía  a la mano dura de Zenovia.

Mi abuela se levantaba antes que yo salga a la escuela, iba al trabajo y regresaba pasada la hora de la merienda. Cuando la veíamos llegar, todo quedaba en absoluto silencio, pues era la autoridad. Ella no fue la abuela cariñosa, acariciadora y mimosa, sin embargo, sabía amar con amor del bueno, porque nunca nos faltaba comida y un techo que ella pagaba con su trabajo.

Y cuando pasé de la escuela al colegio, me tomó más respeto, mi abuela le gustaba las personas inteligentes, y empezamos a hacer amistad.  Mi abuela me decía Beatriz, porque quería que sea como una emperatriz, y me pedía que le leyera historias con final feliz, porque  quería creer que la felicidad existe, ya que ella no la conoció junto a mi abuelo, —parecía que no la trataba como merecía—. Mi abuela decía: estudia, para que cuando seas grande, seas verdaderamente grande y decidas ser feliz.   Los que no tenemos estudio, hacemos cualquier cosa menos dedicarnos a la dicha. La vi morir en mis brazos, sentí la dolorosa impotencia de no poder hacer nada, y dejar que se vaya así, con una vida tan sacrificada y sin dicha.

Hace poco, he conocido a mi abuela paterna en el lecho de la muerte, ya no sabe quién la visita, y creo que he probado nuevamente el terror de aproximarme así, en un momento tan crucial.  La historia de mi abuelita Julia, tiene la misma desdicha, poco rosado, poca dulzura y grandes sacrificios.  Experimento la misma impotencia, la misma ansiedad de no poder ayudarla en nada y despedirla así.  Qué difícil es aceptar que cada uno vive según sus circunstancias, y que en la vida el pan es duro y oscuro para unos más que para otros. Historia de mujeres sufridas.