La vejez es un tema profundo, sagrado e inquietante, al momento de entender los ingredientes con los que se cuece la condición humana. Lo es también para dimensionar la corta temporalidad y fragilidad con las que llegamos al mundo. Sin embargo, y pese a esas certezas y limitaciones, a las que se suman los pesares y adversidades para afrontar la existencia; me identifico con los que creen que la vida, con sus sostenidos y bemoles, sigue siendo hermosa, apasionante y, por más de mil razones, merece que la vivamos y nos aferremos a ella con todas nuestras fuerzas; ya que es la única posibilidad con la que contamos para distanciarnos de la nada, así sea momentáneamente. Es cierto que la etapa de la vejez trae pesares, propios del desgaste natural de la carne y de los huesos, pero también es cierto que esa misma vejez es la preciosa y más cálida oportunidad para disfrutar de un especial y bendito momento de la vida; en el que la familia, los buenos amigos, la libertad y el privilegio de contemplar el paisaje de lo recorrido, lo son todo. Aunque no existe fórmula exacta para entender la vida, es una buena alternativa para aquello: abrazar y disfrutar con regocijo cada una de las etapas que la integran; sin confundirlas, forzarlas o desfigurarlas. Dicho de otra manera: quien haya disfrutado la inocencia de la niñez hasta cansarse, quien haya dado cabriolas de felicidad y atrevimiento en la juventud, quien haya amado y engendrado en la adultez, y, quien repita algo de lo vivido, junto a la familia y a los amigos, en la vejez; puede confesar y gritar al universo que ha descifrado el enigma de la vida.
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