Confieso que he vivido

En estos días volvió al Cielo un gran amigo, amante de la música, radio y cultura: Eduardo Ruiz. Entre la nostalgia y la paz, ambos sentimientos me unen con la vida, sinfonía perfecta. Inolvidable.

“Conserva las buenas relaciones con todos”. Un legado eterno. Evoco, sí, su presencia y su influencia. Una mirada en el tiempo. Una palabra oportuna. Una filosofía. Amor a Loja. Confieso que, al tiempo de escribir, hilo fino en el pensamiento de un maestro de espiritualidad, P. Pedro Arrupe, sacerdote, que perteneció a la Compañía de Jesús. Fue Superior General entre los años 60 y 70. Lo llamaron, personas de distinto criterio, “El Papa Negro”. Testigo impávido de la explosión de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Profeta de ayer y hoy. Extraigo una de las frases con las que he reflexionado en estos días: “No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si yo hubiera existido”. Toda una verdad, a la luz de la fe, en la búsqueda del camino del bien, en la confesión de la vida que implica anunciar el Reino de Dios. Como hombres de fe, nos esforzamos por construir un mundo mejor. Nuestra verdad está cargada de luces y de cruces. Todas ellas tienen, siempre, el nombre del Evangelio. Jesús, desde su visión humanista, transformó el mundo, dignificó al hombre, cambió los esquemas de antigua Torah, en una Alianza, nueva y eterna. Así pasamos por el mundo, entendiendo que existe y es mejor, cuando dejamos huella, somos sensibles ante lo nos afecta, nos mueve, nos duele, nos alegra. Confieso que he vivido, en la poesía de Pablo Neruda, en la fortaleza y visión de Pedro Arrupe, en la de Eduardo, en la de muchos, hombres y mujeres que son capaces de entregar lo mejor de su vida. LLamados, como san Pablo, a hacernos todo a todos, convirtiéndonos en un modelo de evangelización animada por la pasión del Evangelio, por la atención a los destinatarios y por la comunión con el sentir misionero (Torres, 2021). En las circunstancias actuales, en el tiempo en el que es necesario entender el valor del ser humano, su esencia, sus limitaciones y sus esperanzas, hay que derribar muros para unir fuerzas y sembrar huellas. Reflexiona L. Schiavo (2021), que hay tantas impurezas que nos asustan y justifican el levantamiento de muros y barreras de separación entre nosotros. Desde el muro de Trump, al racismo y a la violencia de género que generan víctimas y sufrimientos incontables; a los áridos nacionalismos, que sirven para justificar los privilegios de pocos en relación a muchos. El acoso, los prejuicios, la indiferencia en relación a los demás. Por no hablar de los extranjeros, negros, mujeres, quienes tienen alguna incapacidad física, mental, a los que el sistema no los considera productivos, como los mayores, relegados a una triste soledad y los que sufren las consecuencias del Covid 19, los antiguos y los nuevos pobres, etc. Es hermoso construir una cultura que surja desde una nueva normalidad en plenitud.