La palabra hablada y la palabra escrita

Usted puede oír a una persona y no saber lo que dice: el rostro, sus ademanes, el sonido de las palabras están ahí pero el que escucha no logra procesar esa información por múltiples razones: porque no le interesa lo que dice, por falta de concentración, por falta de formación sobre esa plática, porque no le simpatiza la persona motivo del diálogo o simplemente porque lo que ella manifiesta es un mero hablar, sin sentido alguno; en fin, las palabras no siempre funcionan para un diálogo sostenido, ameno y altamente significativo.

Lo mismo sucede con la palabra escrita. El mundo humano fluye a través de la palabra; el contacto entre semejantes tiene sentido por la palabra; pero, así como hay problemas con la palabra oral, lo hay con la palabra escrita. Se dice que no hay lectores porque no entienden lo que leen, y sobre todo porque hay prejuicios y pretextos para no dedicarle la atención que se merece la palabra escrita, al igual que la palabra hablada.

Si la palabra sirve para relacionarnos, hay que cultivarla con la más alta idoneidad que el ser humano se merece. Cuando alguien habla, lo hace con fluidez, independientemente de su condición personal, y se hace entender a como dé lugar. De igual manera, debe suceder con la palabra escrita. Ella exige mucho más cuidado a la hora de transportarla a la hoja de papel o a la pantalla electrónica y, por ende, el lector debe prepararse para saber dialogar con esa palabra escrita, porque esa palabra escrita es el otro que le habla a través de un código alfabético que el que escribe sabe hacerlo y el que lee sabe también cómo hacerlo.

No basta con reconocer el código alfabético para decir que se sabe leer. Al igual que cuando se habla, el oyente analiza a su interlocutor no solo por lo que dice sino cómo lo dice y bajo qué consideraciones gestuales y de tono lo hace; asimismo sucede con la escritura; es decir, el lector debe aprender a descubrir la lógica interna del texto para que pueda interpretar el significado de ese texto.

En consecuencia, así como se aprende a hablar bien, porque se aprende a coordinar las ideas y a saber expresarlas, “saber leer bien implica haber desarrollado estrategias y habilidades lectoras. Si no se enseñan bien esas habilidades y estrategias, los estudiantes tendrán problemas de comprensión, les parecerá aburrido leer o no le encontrarán sentido ni valor social o comunicativo” (Alfonso y Sánchez, 2009). En este sentido, por falta de comprensión, se habrá perdido un lector, y a veces para siempre, así sepa descifrar el código alfabético.

Por consiguiente, así como para hablar hay un estado especial, muy personal del que habla, cuanto del que escucha; con la escritura sucede lo mismo. El hablante sabe con qué tipo de persona se encuentra para entablar el diálogo; el lector debe saber también con qué tipo de texto se encuentra, es decir, el género en el que está escrito ese texto. Solo así, es decir, debidamente ubicado, sabrá que “mediante un trabajo de inferencia el lector construye el sentido de la obra literaria como resultado de un proceso de producción y un proceso de reconocimiento o comprensión” (Pazo, 2011). Por lo tanto, cuando estamos frente a una obra literaria, debemos saber que “lo característico de la literatura es, precisamente, su insondable riqueza y variedad, su fantástica capacidad de crear mundos y su resistencia a dejarse encarcelar por reglas fijas (Pazo, 2011).