Los talibanes

Santiago Armijos Valdivieso

Hasta 1973, Afganistán -país montañoso sin salida al mar situado en Oriente Medio- fue una monarquía. Desde 1973 hasta 1978 fue una república. Entre 1978 y 1992 se convirtió en una república socialista, bajo el amparo de la Unión Soviética, lo cual provocó una fuerte resistencia armada por parte de movimientos islámicos afganos, que no estaban dispuestos a que su nación se apartara de los preceptos religiosos islámicos. En medio de la guerra fría, Estados Unidos no dudó en apoyar a estos movimientos de resistencia al comunismo soviético. Luego de haber librado una dura y prolongada batalla, los militares soviéticos perdieron la guerra y se retiraron de Afganistán, dando paso con ello al surgimiento a una encarnizada guerra civil entre las facciones afganas ganadoras, que luchaban por hacerse del poder. La guerra civil duró hasta 1996, cuando los talibanes (fanáticos seguidores de las interpretaciones ultraconservadoras del islam) tomaron el poder y convirtieron al país asiático en el Emirato Islámico de Afganistán. Aunque aquello permitió lograr cierta paz entre los distintos movimientos religiosos internos, el fanatismo talibán hizo que la población afgana pierda las más básicas libertades: sociales, políticas, económicas y religiosas; convirtiendo al país en una monstruosa sociedad controladora mediante aberrantes reglas. Entre otras,  los brutales y enceguecidos fanáticos prohibieron a las mujeres:  el trabajo (salvo las tareas domésticas); realizar todo tipo de actividad fuera de casa (a no ser que estén acompañadas de un pariente masculino); cerrar tratos comerciales; ser tratadas por médicos masculinos; estudiar en escuelas, universidades o cualquier otra institución educativa (pudiendo asistir solamente a seminarios religiosos); usar cosméticos (quienes tengan uñas pintadas les amputan los dedos); reír en voz alta (ningún varón debe oír la voz de una mujer, salvo su esposo, padre o hermano); llevar zapatos de tacón (un varón no puede oír los pasos de una mujer); subir en un taxi sin compañía de un pariente masculino; tener presencia en los medios de comunicación; asistir a reuniones públicas de cualquier tipo; practicar deportes o asistir a eventos deportivos; montar en bicicleta o motocicletas; asomarse a los balcones de sus pisos o casas; ingresar a los baños públicos; o, poder fotografiarse. Adicionalmente, el régimen talibán exigió a las mujeres que vistan siempre un burka (asfixiante manto que las cubre de la cabeza a los pies y las condena a la invisibilidad social); bajo pena, en caso de incumplimiento, de ser azotadas públicamente. Por si esto fuera poco, los talibanes prohibieron a todo el pueblo escuchar música y ver películas o series; impusieron que los hombres tengan el pelo rapado y la barba larga y visiten la mezquita para orar cinco veces al día.

La dictadura talibán se impuso con puño de hierro desde 1996 hasta el 2001, cuando una coalición internacional de la OTAN, liderada por EE. UU., entró en Afganistán para derrocarla; ante la negativa de entregar a Osama bin Laden y a otros miembros del grupo terrorista Al Qaeda (responsables del espeluznante ataque a las torres gemelas de New York, acontecido el 11 de septiembre de 2001); quienes, en gran número, se hallaban refugiados en las montañas de Tora Bora.  

Al ser derrotados por las fuerzas de occidente y ante el regocijo de la gran mayoría de afganos, y especialmente de las afganas, por lograr abrazar la libertad en todos los sentidos; los oscuros y extremistas talibanes se refugiaron en las zonas rurales del país, para desde ahí, agazapados; organizar y perpetrar cientos de atentados mortales con el afán de imponer nuevamente el terror ciudadano y desestabilizar al gobierno de la nueva República Islámica de Afganistán. En una larga lista de escenas de terror, queda registrado en la retina del mundo, el reciente atentado del sábado 8 de mayo de 2021, en las afueras de una escuela femenina de Kabul, que dejó como saldo 85 muertes, mayoritariamente de niñas estudiantes de entre 11 y 15 años. Penosamente para la humanidad en general, y para el pueblo afgano en particular; los talibanes retomaron el poder el 15 de agosto de 2021, aprovechando el retiro de las tropas de la OTAN y la sorprendente pasividad del ejército afgano.

Con ello, las terroríficas normas del talibán azotan e imperan nuevamente en una histórica y milenaria nación de más de 38 millones de habitantes, de los cuales, casi 19 millones son mujeres, quienes, impotentes, aterrorizadas e indefensas, viven una nueva pesadilla asentada en la realidad, en pleno siglo XXI, ante la atónita mirada de una comunidad internacional, cada vez más lejana a la solidaridad e impermeable a las lágrimas de quienes más sufren.

Aunque las fuerzas de la OTAN ayudaron en los últimos veinte años (con aciertos y errores) a que los afganos abracen la libertad y se despojen de la brutal secta talibán, aliada del grupo terrorista Al Qaeda; esto no ha sido suficiente para lograr una solución total al gravísimo problema. De ahí, la ineludible necesidad de que los organismos internacionales y las naciones que realmente estén identificadas con la democracia y la libertad adopten nuevas y oportunas acciones para proteger y no dejar desamparados a millones de afganos y afganas en la venenosa telaraña de los dogmas talibanes. A estas alturas, no se trata solamente de un problema político; sino de una tragedia humanitaria que impone el restablecimiento de la civilización en un país tremendamente golpeado y vulnerable que forma parte importante del multicolor paisaje del globo terráqueo. Sin duda, no es el único infortunio mundial de atención urgente y prioritaria: también lo son los casos de Haití, Corea del Norte, Palestina o Venezuela; pero frente a todos esos, la situación de Afganistán es la más terrorífica, pues, para confirmarlo basta ver las recientes y aterradoras imágenes que circulan en los medios de comunicación mundial, en las que los talibanes matan a tiros, sin ningún tipo de contemplación o remordimiento, a las mujeres que cometen el “imperdonable pecado” de no disfrazarse con un burka. Cuánta razón tiene la escritora chilena Isabel Allende, al haber dicho que: “Cualquiera con fanatismo, poder e impunidad puede transformarse en una bestia”.