Cuestión de identidad

P. Milko René Torres Ordónez

Hace unos días celebramos la Jornada Bíblica en nuestra Diócesis lojana. El diálogo tras bastidores con los ponentes de este evento nos deja valiosas enseñanzas. Estoy convencido que estos encuentros informales, en apariencia, resultan muy nutritivos para alimentar cada semilla de fe. Una herida que quedó abierta en una religiosa encontró el diagnóstico para su curación y la medicina para borrar sus cicatrices; reconozco que fui muy osado al invitarla a caminar por una ruta traumática, mostró humildad y resiliencia para aceptar volver a su campo minado.

“Lo mejor de ir es volver”, al estilo de Albert Espinoza, fue la frase que la interpeló. En suma, en la paz nace una cuestión de identidad. En la paradoja de la filosofía la felicidad muestra su rostro enigmático. ¿En dónde encontramos su origen? ¿Qué es? ¿A dónde nos lleva? Son preguntas que no se responden de inmediato. Al igual que un ser perceptible, muy silencioso, la necesitamos. Es el oxígeno en modo puro. Sin él no podemos vivir. El lenguaje que utilizamos para vivir guarda una estrecha relación con la dicha de disfrutar de lo bueno. El hecho de encontrarnos con nuestra identidad provoca un gozo espiritual inexplicable y necesario. El conocimiento interno que proviene del encuentro con quien sabemos que nos ama puede comprenderse con la más bella contemplación para alcanzar amor. Invito a disfrutar de la suave brisa que llega y se queda porque amamos al Amado. La íntima comunión con el dueño de cuanto existe nos transforma en auténticos ciudadanos de un mundo nuevo. Pertenecemos a un lugar en el que el tiempo es diferente. El tiempo de la salvación. La clave de la felicidad subyace en el corazón de Jesús. La realidad transformada en lo bello y puro está en Él. Cada acción suya suscita consuelo. Así, la cuestión de la identidad es consuelo, luz y sentido. El Evangelio de cada día no tiene mayor nivel de claridad sin las “Bienaventuranzas”. El otro lado de su rostro es la angustia, el dolor, la decepción, mucha incertidumbre. Dolor y sufrimiento, dos verdades antagónicas y complementarias; como la arena y el mar. Las fuertes olas del océano son amenazas para nuestra razón de ser y estar en el mundo. Valoro la valentía de san Pablo; invita a los ciudadanos de Corinto a enfrentarse con la realidad que arropa su pequeñez. No imagina un mundo cruel. Vive lleno de amor. Lucha para mantener y propagar su identidad cristocéntrica: “Para mí, la vida es Cristo…”. Lo demás, importa muy poco.  No tenemos otra mejor opción quienes somos llamados a vivir una vocación en plenitud. Las bienaventuranzas de san Mateo enseñan que tenemos que buscar un terreno en el que está enterrado el tesoro para cambiar el amor cosificado y por el cual sufrimos en una agonía desesperante. La solidaridad grita, desde sus entrañas más puras, el derecho a resucitar. Lejos de nosotros, para siempre, el espíritu de la deshumanización. Que venga a nosotros la paz, el reino de justicia. Lo mejor de estar en Jesús es emprender el camino correcto para llegar a los brazos de quien nos espera; el Padre que nos ama. Una cuestión de identidad.