El baúl de los recuerdos: Entrañables personajes lojanos que se libraron de la muerte

Efraín Borrero E.

Un reportaje televisivo que da razón del equipo de cirujanos estadounidenses y canadienses intentando reparar rostros destrozados de soldados en la guerra en Ucrania, me trajo a la memoria los sucesos fatídicos en los que milagrosamente se libraron de la muerte dos personajes lojanos entrañables. 

El primero ocurrió por 1922 en la hacienda Santa Bárbara, situada a quince kilómetros de Gonzanamá, arrendada en aquel tiempo por el joven Isauro Borrero Riofrío a su propietaria Rosa Amelia Samaniego Borrero, para destinarla a la producción de ganado bovino con miras a comercializarlo en el Perú.

Isauro Borrero, trabajador incansable, gentil, generoso, solidario y cuya honorabilidad trascendió a todos los actos de su vida, estrechó una especial amistad con Ambrosio Cevallos, propietario de la Hacienda El Toldo, en otro sector de Gonzanamá, quien fue compañero íntimo de Isidro Ayora Cueva en los tres niveles de educación. Juntos ingresaron a la Facultad de Medicina de la Universidad Central.

Benjamín Ayora Armijos, padre de Isidro, hizo comprar en Alemania dos equipos de cirugía:  uno para las prácticas médicas de su hijo; y, el otro, con extrema generosidad, para su amigo de banca.

A la muerte de su padre, Ambrosio abandonó sus estudios para hacerse cargo de los bienes dejados por su progenitor, decidiendo regresar a su tierra: Gonzanamá, en donde estableció una botica en la que instaló el equipo de cirugía recibido en donación, a fin de cumplir una labor social que fue reconocida.

En cierta ocasión, Isauro Borrero se propuso abrir un pequeño camino de acceso a la casa de hacienda, para lo cual era necesario quebrantar una piedra grande. Seguramente sin tomar las previsiones del caso, usó un taco de dinamita cuya explosión impactó en parte de su cuerpo. Algunos moradores de Santa Bárbara, angustiados y reflejando hondo pesar, se trasladaron rápidamente hasta la botica de Ambrosio Cevallos para hacerle conocer que su entrañable amigo, Isauro Borrero, yacía moribundo en la casa de hacienda.   

Ambrosio, dolido hasta el fondo de su ser y con lágrimas en los ojos, acudió apresuradamente al lugar del suceso encontrando a su amigo ensangrentado y mutilado de la mano izquierda y parte de la nariz.

Dispuso que se armara una camilla de madera, a la que llamaban “chacana”, para trasladarlo a Gonzanamá, arriesgando que llegará sin vida. Solicitó a los trabajadores la búsqueda de la mano y parte de la nariz para la intervención quirúrgica, rescatando únicamente lo último en medio del charco de sangre.

Le suministró medicación para cortar la hemorragia, realizó los procedimientos quirúrgicos y restauró su nariz. Formó los orificios de las fosas nasales con una pluma de pavo y completando su intervención lo preparó para viajar a Loja a lomo de mula. El médico que lo atendió en esta ciudad había asegurado que la cirugía realizada por Ambrosio Cevallos estuvo acertada y que sólo era necesario cuidar su recuperación.

Cuando María Elena Cevallos me contó esta desgarradora historia, en la que su padre Ambrosio fue uno de los protagonistas, colmó mi sentimiento de profunda tristeza, pero al mismo tiempo de admiración para mi querido padre, un hombre que no se arredró ante esa ni ninguna otra circunstancia, y siguió trabajando apasionadamente en la hacienda “Yaraco”, adquirida en 1925, con el producto de su esforzado trabajo, y en la que propició un ambiente de ejemplar cordialidad y respeto. Bien puedo decir con orgullo que representó al hacendado patriarcal que humanizó la relación propietario-trabajador.

El segundo suceso ocurrió en 1950 cuando José Antonio Burneo Arias invitó a su hermano Julio, que permanecía en su hacienda La Hamaca; a su amigo de toda la vida, Luis Sánchez, a Ruperto Salcedo de Catacocha, y a otros más, a un día de pesca en la Playa de Lucarqui, orilla del Río Catamayo que en ese sector se lo conoce como Santa Rosa. Está frente a la loma en donde había una cueva que servía de refugio a Naún Briones en época pasada, y desde la cual tenía visibilidad de trescientos sesenta grados para observar al pertinaz Deifilio Morocho que con sus hombres armados lo perseguía.

El asunto no era nada sencillo porque tenían que viajar más de cuarenta kilómetros a lomo de mula desde la hacienda Opoluca, heredad de José Antonio, de la que donó una considerable extensión de terreno para que sirva como lugar de retiro de los Hermanos Maristas, quienes llegaron a Catacocha y al Ecuador el 10 de noviembre de 1957.  

Recordemos que fue en el tercer mandato del presidente José María Velasco Ibarra que se oficializó la vigencia del Plan Básico de Vialidad, siendo ministro de Obras Públicas Pedro Carbo Medina, quien, convencido que “ya es tiempo de dejar atrás la era de los chaquiñanes carrozables”, contrató con la Compañía INCA la construcción de la vía Las Chinchas-Catacocha-Macará, cuyos trabajos se iniciaron en 1953.

El ministro se refirió seguramente al “chaquiñán” o camino carrozable entre Catacocha y Las Chinchas, que fue construido gracias al empeño patriótico de Manuel Vivanco Tinoco, Monseñor Francisco Valdivieso y Ventura Encalada Barragán, y al aporte ciudadano a través de mingas y donación de recursos económicos.

En la playa de Lucarqui los preparativos para servirse el potaje producto de la pesca marchaban bien. Lucho Sánchez improvisó una cocina con leña de faique y Ruperto Salcedo y los demás se aprestaba para recoger los peces muertos. Pero ocurrió lo inesperado: José Antonio, encargado de lanzar el taco de dinamita al río, como se acostumbraba por aquel tiempo, seguramente se descuidó y la dinamita explotó en su mano derecha e impactó en parte del cuerpo.

Horrorizados por lo sucedido su hermano Julio pidió que rápidamente se armara una “chacana” para trasladar el cuerpo ensangrentado de José Antonio. Luego de varias horas de caminar soportando un sol canicular llegaron al Dispensario Médico de Catacocha donde le brindaron los primeros auxilios, especialmente para controlar la infección que en el largo trayecto se había producido.

Luego, en la ciudad de Loja, fue atendido en el entonces Hospital San Juan de Dios, llamado posteriormente Isidro Ayora. Allí le sugirieron viajar a Quito para hacerse atender con un médico especialista recomendado, como en efecto ocurrió.  En la clínica privada donde se hospitalizó, el médico le dijo que va a experimentar un injerto extrayendo parte del abdomen para reconstruir algunos dedos mutilados de la mano.  

A los pocos días se dieron cuenta que el tal experimentado injerto no surtió efecto. Su hermano Ignacio viajó urgentemente a Quito y en la clínica reclamó fúrico la mala práctica médica, amenazando al responsable con enjuiciarlo y denunciar el caso para que le quiten el título profesional.

A partir de entonces José Antonio tuvo que aprender a escribir con la mano izquierda, pero sobre todo no volvió a exhibir sus pericias automovilísticas, aquellas que amenamente contó Alejandro Carrión en su relato: “El amargo perfume del desencanto”.

Dice que en cierta ocasión se encontró con Pepe Burneo, que se acababa de comprar una camioneta Ford que era un sueño, y con Clodoveo Castillo. Coincidentemente los tres estaban desencantados por la traición de sus respectivas Dulcineas, Julietas o Lauras.

Pepe, Clodoveo y Alejandro, que eran la encarnación del desengaño y “tres escombros del amor”, deciden ir a La Toma en la poderosa Ford. En el camino no faltó la botella de Italia peruana que acrecentó su desesperación. Cruzaron el pueblo como un bólido y avanzaron hasta el puente del Guayabal. Después de un momento retornaron lanzándose por la recta hacia el pueblo. Alejandro Carrión destaca que: “Ya por los 180, Pepe se asió a dos manos al volante y le dio la vuelta completa. El carro giró sobre sí mismo, dio dos volteretas en el aire y milagrosamente se paró, dando la cara de nuevo hacia el puente. La máquina se apagó y una nube de polvo, por momentos, nos alejó del mundo”.

Muy joven conocí a José Antonio Burneo Arias y sabía que era un hombre dinámico, jovial y estimado, pero sobre todo que valoraba la amistad como pocos. Con sus hijos me liga esa apreciable amistad que la conservo entrañablemente en mis afectos.