Galo Guerrero-Jiménez
Refrescar la mente con palabras nuevas, novedosas, creativas y que contengan un condumio profundamente humanístico en cualesquiera de las áreas del conocimiento: científico, cultural, artístico, filosófico, literario, religioso, antropológico, médico, sociológico, político, de liderazgo, de entretenimiento, en fin, en orden de lo que mejor le guste a cualquier ciudadano que esté pensando continuamente en cómo alimentar su cerebro, su emocionalidad y toda su contextura intelectual y psicolingüística, será quizá, la más noble misión que el intelecto, el oído, el ojo, y la mirada que el corazón tiene para procesar ese mundo de lenguaje que reposa en un texto escrito a través de un libro, de un artículo y de cualquier discurso escrito que en silencio y en reposo, queda a la espera de que alguien se acerque a leerlo, que es para eso que un texto escrito queda creado, es decir, para ser leído, incluso desde el peor momento que las circunstancias de la vida le ofrecen a toda persona, como el caso del escritor Abelardo Estorino que con suprema simplicidad afirma que le “duele no tener tiempo suficiente para leer, y a pesar de eso, sigue con la manía de comprar libros para un futuro en que las cataratas no le permitirán leerlos; compromisos profesionales, el cine y la adición a Internet son los peores enemigos del trabajo” (2009) y, por ende, de la puesta en práctica de un pensamiento que siempre será el más ágil y robusto intelectual y emocionalmente para repensar la vida, después de haber disfrutado de la lectura de un buen libro, por supuesto.
Obtener un lenguaje especial, único, exclusivo, exuberante, atinado, afortunado, axiológico y, por ende, alimenticio y estético-ético para brindarlo a los demás en el campo de nuestras relaciones diarias de comunión, de comunicación y de hechura humana, con la cual estamos listos y preparados neurológicamente para brindar lo mejor de sí, tal como en efecto, lo hace un texto escrito que, confeccionado por un escritor, investigador, científico, académico, docente o especialista en un tema determinado, nos ofrece desde su mejor disposición intelectual toda la potencialidad que el lenguaje tiene para manifestarse lingüísticamente, tal como lo hacen los niños en el seno familiar; de ellos se tiene la impresión de que, tal como lo evidencia Evelio Cabrejo Parra, “lo que la ciencia no puede aún explicar, ellos lo realizan en todas las culturas de una manera natural durante los cinco primeros años de edad. Todo esto se transmite sin medios pedagógicos particulares. Los pequeños reconstruyen principios y modalidades de funcionamiento de la lengua al escuchar hablar a los que le rodean. Sería muy útil y satisfactorio si lográramos comprender este secreto propio de la niñez para así poderla acompañar en el proceso de su propia construcción psicosocial” (2020).
Entonces, aprendamos a escuchar la voz del texto en cada circunstancia lectora, tal como el niño escucha a los demás, desde un ambiente que le es propicio y sin complicaciones, de modo que, una vez superada “la visión plana de la lectura, en la cual solo leíamos el tipo de libro que nos es familiar, y descubrimos que el mundo de la lectura no es plano en absoluto sino redondo, con muchos otros continentes interesantes en él. Aún más, que podemos abandonar el mundo, que en sí es pequeño, y salir, subiendo en espiral a una galaxia de otros mundos hasta deambular por todo el universo de la literatura [o de la ciencia que usted lea], deteniéndonos en donde queramos y explorando cualquier planeta extraño que se nos antoje” (Chambers, 2007), con la naturalidad y esplendor del niño que escucha y habla, no tanto como un oficio, sino como un arte, como si fuese un deporte, un juego con deleite y donaire; y, ante todo, porque la facultad del lenguaje es parte de nuestro patrimonio neurológico y de nuestra condición psico-socio-bio-lingüística.