Más allá del envoltorio: El alma de nuestra infancia

Carmen del Cisne Morocho Morocho

La Navidad de nuestra infancia no necesitaba de grandes despliegues logísticos ni de presupuestos ajustados a la apariencia, porque su verdadera arquitectura se sostenía sobre la sencillez y el afecto genuino.

En aquellos días, el calendario parecía detenerse no por el peso de los compromisos sociales, sino por la calidez de una casa que olía a pino natural, a canela y a chocolate caliente. No buscábamos el último grito de la tecnología bajo un árbol perfectamente decorado para la fotografía de una red social; de hecho, nuestras fotografías eran momentos grabados en la retina y en el corazón, sin filtros que ocultaran la humildad de nuestras celebraciones. La magia residía en el ritual de la espera. Recuerdo que el espíritu navideño comenzaba a filtrarse por las rendijas de las puertas mucho antes del veinticuatro de diciembre. No había cenas extravagantes con ingredientes exóticos que apenas podíamos pronunciar; el banquete era la reunión misma. Un plato de comida casera, preparado con el amor de manos que conocían el valor del sacrificio, valía más que cualquier banquete gourmet de la actualidad. Nos sentábamos a la mesa con una alegría que no dependía de la cristalería ni del valor de los cubiertos, sino de la certeza de que estábamos todos. El regalo más esperado no venía envuelto en papeles metalizados de tiendas departamentales; a veces era un juguete de madera, una prenda tejida por la abuela o, simplemente, la oportunidad de jugar en la calle con los primos hasta que el cansancio nos vencía. Esa austeridad material era, paradójicamente, nuestra mayor riqueza. Hoy, el panorama ha cambiado de forma drástica. Hemos caído en la trampa de un consumismo voraz que intenta llenar con objetos los vacíos que solo la presencia humana puede colmar. Nos desvivimos por encontrar el regalo más costoso, el más brillante, el que genere más admiración externa, olvidando que el amor fraternal no se compra ni se envuelve. La sinceridad de un abrazo se ha visto desplazada por la frialdad de una transferencia bancaria o por el intercambio mecánico de paquetes que apenas logran despertar una sonrisa momentánea. Hemos sustituido el «estoy aquí para ti» por un «mira lo que te traje».

En esta carrera por lo material, el amor fraternal se ha vuelto un concepto de segunda mano. La sinceridad del afecto se ha diluido en una competencia silenciosa por ver quién ofrece la cena más lujosa o quién tiene el decorado más imponente. Sin embargo, en lo más profundo de nuestra memoria, persiste el eco de aquellas Navidades sencillas donde la risa era el hilo conductor. Extrañamos esa mesa donde el plato principal era la charla interminable y donde la gratitud no necesitaba de un motivo financiero. Es urgente rescatar esa esencia.

Debemos volver a mirar a los ojos a quienes amamos, sin la distracción de las pantallas y sin la presión de las expectativas económicas. La verdadera Navidad es esa luz que nace de la unión, de la solidaridad y de la capacidad de alegrarnos con lo poco, entendiendo que ese «poco» es, en realidad, todo lo que necesitamos para ser felices. Que el brillo de los regalos no nos ciegue ante la necesidad de volver a ser familia, de ser hermanos, de ser, simplemente, seres humanos que se aman con la pureza de aquellos niños que fuimos, cuando la felicidad no tenía precio, pero sí tenía un hogar.