Un golpe de estado abortado

César Correa

Una semana antes del 30 de septiembre, unos pocos policías de la ciudad de Loja quemaban llantas en la calle Argentina, a la entrada de su cuartel, en el barrio Tebaida Alta. Para la ciudadanía y para la prensa esa insignificante protesta pasó desapercibida, nada más un cortísimo comentario del director de un programa radial muy sintonizado, que para no desanimar a los que soñaban con la destitución del presidente Correa, comentó que eso no era todo, «yo he conversado con el Jefe Provincial de la Policía», y agregó que ya veríamos lo que pasaba…

Abundan las pruebas  de que la Policía estaba lista para sublevarse en cuanto se aprobaran unas reformas legales, que perjudicarían a todos, incluyendo a la tropa, que estaba envenenada con los cuentos de sus superiores. La Asamblea Nacional aprobó cambios legales en la noche del 29 de septiembre, sin incluir las disposiciones que contaban con la oposición de los oficiales de más alto rango, pero inmediatamente llegó la orden de amotinarse.

Los canales de televisión nacionales se apostaron antes de que apareciera la luz del sol en los sitios en los que estaban programados los levantamientos, que supuestamente constituían una reivindicación clasista, pero que en realidad tenían otro propósito, porque las reformas aprobadas unas horas antes no afectaban ni a las remuneraciones ni a ninguna otra prerrogativa del personal.  

Como sucedió en Playa Girón cuando los gusanos intentaron invadir Cuba, creyendo que al ruido de los aviones el pueblo se levantaría contra Fidel Castro,  en Quito y el país entero nadie se sumó a los revoltosos. A las 10h00 los golpistas y el público sabían que la conspiración había fracasado. Los asambleístas de derecha, reunidos en un hotel de la Capital, conscientes de la derrota, se apresuraron a proponer amnistía para los policías que habían dirigido y participado en el acto indisciplinario.

En lugar de un levantamiento popular contra Rafael Correa, lo que se produjo fue una masiva concurrencia de quiteños a la Plaza de la Independencia, para defender al presidente. De allí partieron hacia el Hospital en el que se hallaba refugiado Correa, con el fin de rescatarlo. Cuando  miles de ciudadanos al comenzar la tarde llegaron a la esquina del Hospital, fueron recibidos brutalmente con abundantes bombas lacrimógenas y bala, que disolvieron la manifestación, con el trágico saldo de dos jóvenes asesinados…

En la noche, el ejército llegó a rescatar al presidente, como en efecto lo hizo, ante la vista de todos los ecuatorianos que estábamos prendidos de la pantalla de televisión. Vimos el momento en el que salía el carro con Rafael Correa, totalmente rodeado por militares, escuchamos abundantes descargas de fusil y Teleamazonas transmitió en vivo y en directo el instante preciso en el cual Froilán Jiménez fue alcanzado por un proyectil, cayó abatido al piso y murió asesinado.

El quebranto del orden legal y moral no terminó cuando esa noche el presidente retornó a Carondelet. Los asesinatos, de unas seis personas, y más delitos cometidos ese día, como el asalto a la casa de antenas de la televisión pública, dieron lugar a que se instalen varios procesos judiciales, que han seguido un tortuoso camino y han soportado muy fuertes presiones, para dejar en la impunidad a los culpables. En una primera etapa  recayeron sanciones judiciales en contra de policías y ciudadanos que los vídeos grabados en el lugar de los hechos los hacían aparecer como autores de infracciones; hoy, en cambio, se tramitan causas en contra de los que defendieron el orden constitucional. Tremenda situación: los inocentes no están a salvo.

Sociológicamente hablando, el 30S se inscribe como un episodio más de la lucha de clases, que actualmente es de dimensiones continentales. Los jefes policiales no actuaron solos, sin el conocimiento, aprobación e instigación de la oligarquía, en contra de un gobierno que obraba con independencia respecto del imperialismo y la derecha nacional. La lucha de clases desde entonces se ha ido encendiendo más, llegando a momentos muy virulentos como cuando la oligarquía convulsionó las calles de Quito, para oponerse al impuesto a la plus valía y a las herencias. En esa lucha de clases la derecha se aprovechó de la pandemia para aprobar terribles reformas legales con las que están extrayendo miles de millones de dólares de los bolsillos de los trabajadores para engrosar las cuentas corrientes de los capitalistas. La lucha de clases se vuelve ahora más enconada porque hay una fuerza popular que tiene todas las probabilidades de ganar las elecciones y  poner el Estado al servicio de los intereses de los trabajadores. (I)