El barrio de la Sucre

Efraín Borrero E.

En la apacible urbe lojana de antaño había barrios grandes, como el de los arvejeros, por ejemplo. Comprendía varias cuadras y en algunas casas se acopiaba cantidades de arveja seca para comercializarlas en Machala y Guayaquil. El nuestro, el de la calle Sucre, entre Catacocha y Lourdes, era eso, simplemente una cuadra.

La relación entre las familias se desenvolvía con el más alto nivel de respeto y consideración. Era una verdadera hermandad. Los niños y jóvenes llevábamos bajo el brazo el Manual de “Urbanidad y Buenas Maneras” de Manuel Carreño, texto que no obstante haberse escrito en 1863 sigue siendo un referente de valores para el sano convivir social.

El maestro y pedagogo por antonomasia, Miguel Ángel Suárez, nos educó con el ejemplo y siguiendo rigurosamente esas normas de buenas costumbres. Él mismo se sacaba el sombrero para saludar a una dama o persona mayor cediéndoles el rincón de la vereda.

A nosotros nos inculcaba el saludo cuantas veces fuera posible. Hoy los muchachos prefieren estar “cayetano la bocina”. Todos los días nos hablaba de nuestros deberes para con Dios, la patria y la sociedad, y del modo de conducirnos con nuestra familia, vecinos y semejantes en general.

Varias fueron las generaciones que pasamos por las aulas del Pensionado “San Luis” dirigido por el señor Suárez, que luego se llamó Centro Educacional de Niños “Mariana Córdova de Sotomayor”, como reconocimiento a la donación del inmueble donde funcionó, por parte de su benefactor e impulsor de la educación, don Ángel Sotomayor Soto, padre de “Atajitos de Caña”.

Recuerdo a doña Rosita Jaramillo de Burneo, Presidenta del Comité de Padres de Familia, suscribiendo la escritura pública en 1954, en un acto muy solemne.

En el barrio de la Sucre algunas familias se visitaban con frecuencia, no para jugar telefunken ni la “Q” Negra, sino para conversar amenamente. Por supuesto que los visitantes iban con las manos llenas de nutrientes bocados.
Los Garrido se lucían teniendo como cabeza de familia al insigne pintor y dibujante Ángel Rubén Garrido, cuya trayectoria de vida y vasta obra artística está contenida en el libro del autor José Carlos Arias: “Ángel Rubén Garrido. Lenguaje de las manos que conjugaron arte y devoción”, y a quien Rubén Ortega dedicó el precioso poema “Pintor y amigo”.

El Dr. Luciano Lasso Ortega, distinguido jurisconsulto, Decano de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la UNL, y fundador del Núcleo Provincial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en una memorable sesión del 20 de febrero de 1947, presidida por el ilustre hombre de letras, Dr. Carlos Manuel Espinosa, salía impecable y muy temprano a sus quehaceres profesionales.

Junto a la casa de mis padres, Isauro Borrero Riofrío y Julia Espinosa Suárez, estaba la de Leopoldo Victoriano Palacios Moreno, defensor de las causas de los trabajadores, dirigente deportivo y dedicado al apostolado de la educación. Su trato amigable y jovial, así como su inseparable sonrisa conferían una característica singular a su personalidad.

Las señoritas Zoila y Etelvina Jaramillo guardaban celosamente el secreto para la elaboración de las más exquisitas quesadillas y otros dulces que se hayan degustado. Eran las preferidas para enviarlas a otros sitios del país y el exterior.

Don Emiliano Ortega Espinosa hombre espiritual y filósofo social no solo en el servicio educativo sino también en la creación artística, como se califica a este egregio lojano, era muy refinado, culto y bondadoso. Podríamos decir un alma de Dios. Su inspiración perdura en el alma de los lojanos y nos llena de nostalgia. Y cuando caminamos a orillas del Zamora, rociados por los verdes saucedales, el recuerdo de su cálida figura está presente.

Celso Atarihuana madrugaba a sus clases universitarias y para armar la estrategia política a fin de enfrentar a los “cabezones”. Su aliado era el “Chino Moreno. Ellos marcaban territorio con gritos y proclamas. Años después supe aquello de “cabezones”. Un amigo entendido en la materia me explicó que en el Congreso del PCUS-20 realizado en Moscú, en 1964, los chinos acusaban a los otros de mucho pensar. Tuve la idea que sería algo como si se les secaría el cerebro como al Quijote.

Jorge Espinosa Witt, un toraso, como diría Franco Jaramillo, era alto, espigado, afable y con una chispa tan agradable que daba carácter a su recia personalidad.

El señor Terán fue parte del barrio. En su almacén de telas recibía de vez en cuando la visita de don Assad Bucaram Elmhalin, que con sus “bobelinas” al hombro ofrecía la mercadería. Lo de la “troncha” y del “toma y daca” fue posterior, cuando ejerció la presidencia de la Cámara Nacional de Representantes en 1978.

Otros miembros familiares como los Hinostroza, Correa, Muñoz, Ruiz, Mogrovejo y Carrión, eran un encanto de personas.

Años más tarde dejamos ese hermoso Barrio de la Sucre para residir en la nueva casa construida bajo la vigilancia atenta de mi padre, en la 18 de Noviembre, frente a la Villa “Esther”, la única que por esos tiempos lucía en Loja, del inmigrante alemán de apellido Muller, quien con su hijo, padre de Alejandro Muller Sánchez y abuelo de Leonardo Burneo Muller, decidieron afincarse en esta tierra cosmopolita y acogedora, como lo hicieron sus paisanos Faller y Andre.

Los recuerdos del Barrio de la Sucre se mantienen indelebles en mi mente y en mi corazón, pero sobre todo evocan aquella vida en nuestra Loja franciscana y aquellos tiempos que fueron mejores.