Santiago Armijos Valdivieso
A pesar de los bemoles que afectan a la democracia estadounidense podemos identificarla como una de las más consolidadas del planeta o dicho de otro modo como una de las menos imperfectas. Nos guste o no, tengamos reproches o no respecto a lo dicho, sus elecciones presidenciales se han sucedido ininterrumpidamente desde el 30 de abril de 1789 en que George Washington se convirió en su primer Presidente; manteniendo con ello, un sólido y largo hilo democrático por 231 años. Cifra respetable y monumental por cualquiera de los cuatro puntos cardinales que se lo quiera ver o interpretar. A esto se suma positivamente una decisiva, y cada vez más creciente, participación política de latinos, afrodescendientes y asiáticos; quienes, junto a los blancos, forman el gran abanico multicolor que ilumina el rostro de la nación más poderosa del mundo en la que la migración, el encuentro de culturas y la mezcla racial seguirán marcando su destino y progreso por mucho tiempo. Sería de entender que estas realidades democráticas de presentación son aceptadas y entendidas por todos sus ciudadanos y principalmente por los líderes políticos de la enorme nación.
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