La dimensión espiritual del silencio en tiempos de pandemia

¡Cuánto silencio nos hace falta para aprender a vivir en una sociedad que se ahoga en medio del bullicio y de tanta alharaca verbal sin ninguna trascendencia que no sea la de tratar de vivir con la mejor comodidad, sin que haya un esfuerzo considerable de por medio para educarnos en la práctica de tantas cosas buenas que sí tiene la vida y un buen puñado de gente noble que trata de vivir aportando con todo su talante intelectual y espiritual para que la sociedad aprenda a vivir dentro del marco de infinidad de valores que ella misma ha construido a través de su largo historial humano!

Entre tantos y nobles valores para una efectiva convivencia humana, sobre todo en estos tiempos tan difíciles por el virus mortal del Covid 19, está el del silencio para meditar y apreciar la vida en su más alta dimensión de trascendencia humano-espiritual, tan venido a menos en la llamada sociedad postmoderna de la información.

O será que frente a tanta información que no ha podido ser procesada como conocimiento, peor como sabiduría, el silencio se ha visto apabullado, lisiado, sin ánimo para levantarse y para que pueda cohabitar tranquilo, sereno y en remansa paz en el interior y en el corazón del alma humana que urgente necesita acostumbrarse a hacer silencio dentro de sí para que se le haga fácil también guardar silencio frente a los demás.

Por el mismo hecho de que la sociedad se ha visto obligada a vivir en medio de tanta bulla, de tanto ajetreo, es que necesitamos de espacios de silencio para repensar la vida y por ende nuestra frágil condición humana, y todos los hechos y acontecimientos que sin medida fluyen y fluyen en un vaivén de “ires” y “venires” que ofuscan y atolondran a todo ente viviente que, como preso desaforado, convive en las selvas de cemento que con el nombre de ciudades o metrópolis se están convirtiendo en una bomba de tiempo; pues, frente a tanto bullicio y libertinaje desmedido, tarde o temprano estas ciudades terminarán explosionando sin dejar en pie a nadie que quiera retomar la magnanimidad y la elocuencia del silencio para que puedan crear espacios y lugares adecuados dentro de sí que nos permitan hacer reflexiones sesudas, plenamente enmarcadas en una dimensión espiritual para que pueda distinguirse lo que vale de lo que no tiene sentido humano.

Que aprendamos a pensar para qué está hecha la vida, para qué estamos llamados los seres humanos, en qué podemos contribuir según los talentos que Dios nos ha dado, por qué tenemos que desperdiciar la vida en actos que no tienen proyección humana, a dónde va la sociedad si todo el mundo camina a la deriva, desesperado, esquizofrénico y estresado hasta el cansancio, y con ganas de morirse antes que de vivir para compartir dichas, amor, felicidad y un adecuado posicionamiento emocional para desparramar dulzura, perdón y solidaridad a raudales, y qué mejor, aprovechando el mensaje profundamente humano-cristiano-divino que esta Semana Santa nos depara para meditar en silencio lo que simboliza este acontecimiento de la vida, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

En consecuencia, el silencio es una experiencia de conciencia que permanece vigilante ante el fluir de la vida personal y social, y que unido a la humildad se revierte de una misteriosa solemnidad para comunicar y revelar el mundo interior que siempre está atento para la donación, para la atención, para el aporte noble, para la comprensión del mundo humano y para el cuidado de nuestro yo que hace el esfuerzo espiritual para entender el fluir de la vida y poder vivirlo con la solemnidad que nuestra majestuosidad humana nos permite.