Santa María de la Inmaculada Concepción de Loja

Es difícil recoger en letras un conjunto de anhelos, tristezas y esperanzas que constituyen Loja y su provincia. Para hablar de ello, he tenido que repasar y leer viejas litografías y observar amarillentas fotografías que recorren en su integridad el territorio provincial. Muchos la aprecian sin analizarla y la quieren sin comprenderla. Como a ciudad de reminiscencias hispanas le han prodigado toda clase de elogios, de singulares adjetivos y encomios con el afán de presentarle inmaculada.

Desde el colonialismo se le prodigó un reverberante abolengo, con prescindencia del pueblo; del pueblo que lejos de holgorio, y la paz solariega, ha pugnado más de cuatro siglos por asumir un protagónico papel en el diálogo histórico. La literatura ha estado al servicio del colonialismo, del pergamino y de la pereza hastiada, sin comprender que Loja es un destino, aunque en un principio fue una utopía.

Loja es la ciudad que ofrece temas de meditación al visitante. Ciudad donde se han superpuesto dos formas de civilizaciones llenas de significado profundo. La provincia merece la consideración y el afecto de todos los ecuatorianos por sus vicisitudes en las históricas invasiones sureñas y por los caprichos sísmicos de Cabrakán, el padre de Hurakán. Ha sabido soportar resignadamente en sí mismo, sin reclamos hostiles y sin palabras de mala retórica. Loja es la gran provincia del Ecuador, producto del encuentro de variantes genéticas excepcionales: cortesanía y actitud de asalto; sonrisa y silencio; yunque y martillo; ímpetu que no se ha manchado de vejez; hermanos antiguos que hacen revivir sus viriles virtudes; acción y canción.   

Como su geografía, su historia es complicada. Los españoles la conquistaron y colonizaron; los descendientes de los españoles y la chacería la independizaron; independencia lucrada por los nobles, a pesar de que miles de chazos y runas murieron en las guerras de la independencia, contribuyeron a sus gastos. La fusión de las peninsulares pasiones: violencia, valentía, soberbia; y envanecidos con una estirpe por segunda vez conquistada, los mismos rebeldes con pasiones sumergidas y extraños conceptos de la muerte tenían que producir una progenie compleja y revolucionaria. Por lo tanto, es biológico el sentido de lucha por la libertad, de defender la democracia y de recuperar las tierras conquistadas y usurpadas desde los tiempos coloniales; esa libertad nacida en las comunas indígenas, despojadas de sus tierras comuneras y de sus ejidos.

La colonización hispana ha despertado rencor más no entusiasmos. Los colonialistas son muchos y los liberalistas pocos. Los primeros se imponen porque tienen loados escritores, intocables historiadores, que para los segundos se presentan intocables. Al repartir las tierras se revive la incomprensión y la ineptitud colonizadora por la que tanto se ha luchado y la nobleza recuerda con reverencia ciertos progresos materiales que impusieron los colonizadores. Ojo, no hablo de hispanofobia, no existe ni puede haberla después de los días de la independencia o acaso ¿no se sabe que los criollos querían la patente de un apellido con que dorar el cobre de su estirpe quichua?