Galo Guerrero-Jiménez
La vida humana, en esencia, es comunicación, y no solo entre los seres racionales, sino entre todos los seres vivos del planeta. Este fluir de lenguaje, energético, vital, armónico en la vida humana, “tiene la propiedad fundamental de crear espacios entre la palabra y lo que es designado, haciendo así existir objetos de reflexión que se transforman en fuentes inagotables de pensamiento” (Cabrejo Parra, 2020), que son las que le permiten al ente humano, a través de su patrimonio neurológico, darse cuenta que es un ser racional, emocional y espiritual, que puede trascender con sus acciones para, desde el lenguaje, crear situaciones culturales, sociales, psíquicas, cognitivas, artísticas, científicas, humanísticas y de toda índole, incluso, es lamentable decirlo, poco humanas, esquizofrénicas y de maldad absoluta, dados los contextos en los que el lenguaje no ha podido desarrollarse bajo los parámetros de lo más plenamente humano.
Sin embargo, toda esta energía de vida que asume el ser humano desde la palabra es mucho más significativa que aquella que produce niveles de bajeza humana en ciertos sectores sociales que no ha podido dignificarse para lo más plenamente vivible. Y es que, todo depende de las sustancias neuroquímicas que produce el medio en donde y con quien se encuentra una persona determinada. Pues, “los seres humanos producimos este ramillete [de lenguaje para la comunicación] cuando estamos cerca físicamente de seres queridos, y su efecto nos ayuda a regular el aspecto emocional y fisiológico” (Cox Gurdon, 2020) tan vitales para la compartencia de una adecuada comunicación, la cual debe ser, a más de informativa, dialógica, narrativa, amorosa, franca, sincera. Como dice David del Rosario, “debemos ser honestos, porque es esta honestidad lo que nos lleva a empatizar con el universo, a tomar decisiones más ecológicas y respetuosas con el proceso de la vida” (2019).
Desde esta óptica antropológica, el lenguaje nos encamina a plantearnos interrogantes de carácter metafísico y filosófico, incluso estético y ecológico: ¿quién es el ser humano?, ¿para qué está?, ¿en dónde está ubicado?, ¿para qué sirve?, ¿con quién está o con quién comparte su existencia?, ¿cuál es su destino presente y final?, ¿es consciente de lo que hace y cómo lo hace? Quien así piensa, está haciendo un esfuerzo profundamente interiorizado para que se reconozca como un ser consciente, hecho de lenguaje y en medio de realidades que no siempre le son favorables para proyectarse con toda su hechura humana. “Su naturaleza consiste precisamente en conferir coherencia a la heterogeneidad de las realidades que lo constituyen” (Maceiras, 2001).
Y entre esas realidades heterogéneas está el lenguaje: pensante, simbólico, misterioso, comunicativo, emotivo y, ante todo, cerebral. “El cerebro actúa como un gran receptor que permite que la información externa captada a través de los sentidos sea trasmitida a las diferentes áreas cerebrales, donde es procesada e integrada de forma compleja (Martín 2003). A medida que seamos capaces de integrar en nuestro quehacer diario aquellos elementos relevantes para cada situación, momento y persona, podremos mejorar todos los procesos que intervienen en el aprendizaje [de la vida], recordando siempre que es la interacción de todos los elementos (…) lo que puede mejorar nuestra labor” (Caballero, 2017) comunicativa.
Es tal la influencia que el lenguaje connota para la supervivencia armónica del planeta que, el gran filósofo Max Müller (1861), se plantea esta hermosa perla de palabras profundamente interiorizadas: “Todavía no podemos descifrar lo que es el lenguaje. Puede ser producto de la naturaleza, el fruto del arte humano, o un regalo divino. Si fuese obra de la naturaleza, sería la de un final con broche de oro que se le ha dedicado solo al ser humano. Si fuera una obra de arte por el ser humano, elevaría al artista casi al nivel más alto, el de creador divino. Si fuera un regalo de Dios, sería el regalo más grande de Dios concedido al hombre”.