Nos realizamos desde el vientre de la lengua

Galo Guerrero-Jiménez

Desde el punto de vista de la antropología filosófica y desde la neurociencia, el ser humano es una entidad lingüística que se fragua en el trajinar de la vida desde su contextura socio-cultural; de ahí que, el ser de cada cosa, es decir, su existencia, se evidencia por la palabra que simbólicamente cada individuo la asume y la comparte con quien esté más cercanamente para reconocerse y reconocer a los demás de manera consciente, reflexiva, dialógica, razonada, emotiva y espiritualmente.

Desde la palabra, entonces, el ser humano trata de darle sentido a su realidad introduciendo una actitud axiológica a esa porción de lenguaje que, debidamente humanizada, es capaz de plasmarla en múltiples proyectos de vida. En este orden, como señala el filósofo Manuel Maceiras, “el hombre introduce valores y fines, o sea sentido. Humaniza el mundo, pero con ello lo complica o hace problemático porque la divergencia en los sentidos aparece de inmediato. (…) Con el sentido, pues, el mundo del hombre se hace problemático y, por lo tanto, reclama su atenta reflexión” (2001) con los elementos simbólicos que tiene a mano y que pueden ser demostrados desde su componente lingüístico, cognitivo, estético y antropo-ético.

Pues, la reflexión y la actuación ante la vida es el producto de su compostura antropológica y filosófica que se evidencia por medio del lenguaje. Como señala Evelio Cabrejo Parra: “Estamos destinados a salir del vientre de la madre para ingresar en el vientre de la lengua, y allí permanecemos. La lengua nos precede al nacer, venimos al mundo, ingresamos en ella, nos vamos, ella continúa y prolonga nuestra existencia bajo las notas musicales ligadas a nuestro nombre y apellido. La lengua es y será nuestra residencia principal de por vida. Es dentro de ella donde se realiza el destino individual y social de cada” (2020) persona que desde su compostura contextual interviene en el mundo para problematizarlo actuando sobre el ser de los demás con su experiencia de vida y con los propósitos que tenga para realizarse dándole sentido a su existencia.

Así, nos llenamos de lenguaje, somos lenguaje; por eso nos identificarnos desde la palabra para reconocernos como humanos, pensando y actuando en las múltiples facetas que la vida nos depara para realizarnos desde la ciencia, el arte, la cultura, y desde una infinidad de elementos humanísticos, como el de la literatura, por ejemplo, que desde la finura del lenguaje simbólico ahonda en “las percepciones sociales y psicológicas tal como florecen a partir de la experiencia estética real. La gramática y la sintaxis están implicadas en cualquier obra literaria” (Rosenblatt, 2002) para ofrecernos lingüística y artísticamente “enfoques sobre la vida, alguna imagen de gente forjando un destino común, o alguna afirmación de que ciertas clases de experiencias, ciertos modos de sentir, son valiosos” (Rosenblatt) en la medida en que el lector se empodera conscientemente de esas experiencias de lenguaje que sabe que son un producto social y de un gran atractivo estético, pero no para “tratar a la literatura meramente como una colección de panfletos moralistas,  [o] una serie de disquisiciones sobre la humanidad y la sociedad, [porque eso] es ignorar el hecho de que el artista no está interesado en hacer un comentario indirecto sobre la vida, sino en añadirle una nueva experiencia a la vida: la obra de arte” (Rosenblatt).

En efecto, el lenguaje como una obra de arte porque “está enraizado biológica, psíquica y culturalmente en cada uno de nosotros. (…) [Y, porque] definitivamente, el lenguaje nos trasciende y estará siempre dispuesto a escaparse de las redes teóricas en las que pretendemos encerrarlo” (Cabrejo Parra, 2020). Y, por eso, desde la literatura sirve para manifestarse tan viva y expresivamente con el fulgor que la creatividad y la armonía humana así lo evidencian.