Tierra, prodigioso bastión

Augusto Costa Zabaleta

La tierra, planeta rey de las galaxias siderales, esculpida por el arrullo y sutileza de la brisa; por la ternura y al tibieza del astro rey, el sol y por el baño celestial de la lluvia; modelado armónicamente por un pincel mágico a tu prismática silueta señorial, desde la blancura impoluta y cristalina de tus volcanes, de los escarpados andes, que son los monumentos eternos erigidos a la imponencia y majestad; a tus mares profundos y anecdóticos, arcanos de insólitos e insondables secretos; hasta las verdes sabanas, vírgenes selvas y junglas, preñadas de una exuberante amalgama de arcoíris y manantiales seductores, paraísos terrenales que hechizan generosamente e imprimen la paz, el sosiego y el éxtasis espiritual.

La tierra por lógica y por antonomasia no nos pertenece, nosotros pertenecemos a ella, por que el ser humano nace acondicionado a vivir en ella, al uso frecuente e indispensable de los recursos que brindan los elementos esenciales y básicos de la naturaleza; nos nutrimos de ellos, mediante la formula o ecuación sabia y estratégica para la supervivencia y nos desenvolvemos en ella, evidentemente al ritmo y péndulo del tiempo y el espacio.

Si estrictamente somos inquilinos, pasajeros, huéspedes circunstanciales y herederos ocasionales de la tierra, esta condición imprime en nuestros sentidos el compromiso ineludible de ser vigías permanentes de la noble integridad del planeta, aboliendo las fronteras geográficas o físicas, los límites mentales que eclipsan los horizontes de nuestras intenciones; es menester moldear con voluntad y vehemencia nuestros pensamientos, robusteciendo nuestras acciones y propósitos que viabilizan la culminación de las metas; por que la tierra es la fuente sublime e inagotable que nos prodiga la vida, cuna de una concertada y evolutiva existencia y escenario de nuestras motivaciones y expresiones.