Excusas, ¿para qué?

Fernando Oñate-Valdivieso

Cuentan que cierto día un rey paseaba por el campo y junto a él observó a un grupo de prisioneros que trabajaban encadenados junto al camino. Con curiosidad se acercó a ellos y les preguntó el motivo por el que se encontraba en tan triste situación. Un juez que fue sobornado me condenó injustamente, respondió el primero; el testimonio de varios testigos falsos me tiene aquí, respondió el siguiente; un mal amigo me traicionó y me inculpó en algo que nunca hice, fue lo que aseveró un tercero. Finalmente, el rey observó a un hombre que había estado callado, al insistir en la pregunta, este respondió: estoy aquí porque lo merezco, necesitaba dinero y lo robé. Al escucharlo el rey quedó anonadado y dijo al guardián de los prisioneros: Todos estos hombres son inocentes y están aquí injustamente, solo este hombre malvado se encuentra entre todos ellos, libérelo inmediatamente, no vaya a ser que contagie a los demás.

Desde que se inventaron las excusas, nadie queda mal, dice el refrán. Al igual que los reos de la historia, empleamos la excusa para evadir la responsabilidad sobre algo, constituyéndose un medio de defensa, una forma de disimular las propias inseguridades y proteger el propio ego. Si reconociésemos nuestros errores, asumiéramos las consecuencias y tratamos de enmendarlos, nuestro entorno sería muy diferente al que tenemos y del que frecuentemente nos quejamos.

Nuestra propia naturaleza nos lleva a equivocarnos, pero la salida no está en evadir el error. Pedro les decía a los hebreos de su tiempo: “Arrepiéntanse y conviértanse para que sean borrados sus pecados; de modo que de la presencia del Señor vengan tiempos de refrigerio” (Hechos 3), la verdadera salida está en el arrepentimiento genuino que trae perdón. Podemos poner mil excusas a nuestras acciones, pero sería en vano, Pablo decía “No nos engañemos; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6), al final debemos estar consientes de que “no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a luz” (Marcos 4).

Nos equivocaremos, pero gracias al arrepentimiento genuino y al perdón del Señor, lo haremos cada vez menos, Él obrará en nosotros, generando una transformación definitiva. Recibiendo su gracias nos preguntamos: “¿Qué otro Dios hay como tú, que perdona la maldad y olvida el pecado del remanente de su pueblo? Tú no guardas el enojo todo el tiempo, porque te deleitas en la misericordia” (Miqueas 7). Indudablemente, “la misericordia del Señor se renueva cada mañana” (Lamentaciones 3).