El baúl de los recuerdos: La instrucción premilitar estudiantil en Loja

Efraín Borrero E.

Federico Páez dictó la Ley de Instrucción General Militar, en 1937, en la que declaró la obligación de la instrucción premilitar “en todas las escuelas de la república, sean estas primarias, de artes e industrias, secundarias, normales, universitarias, etc.”. En realidad, se trataba de una signatura para la formación del estudiante con miras a ser un soldado más tarde. La enseñanza consistía en rudimentos del arte militar, instrucción de pelotón y conocimiento de armas.

Posteriormente, en 1940, el presidente Carlos Arroyo del Río emitió un Decreto determinando que la instrucción premilitar será obligatoria para los estudiantes de los quintos y sextos cursos de los colegios, y disponiendo que esta se realice en los diferentes repartos militares del país. Se entrenaba a los estudiantes en instrucción formal, instrucción de combate, conocimiento de armas, lecciones de tiro, educación física y charlas de motivación cívica.

Luego, en 1943, se estableció las responsabilidades que debían asumir el   Estado Mayor General y el Ministerio de Educación, a través de los comandos de zona y de las direcciones provinciales de educación.  

En cumplimiento de esa obligación y porque la instrucción premilitar era un requisito para graduarse de bachiller, los estudiantes de los quintos y sextos cursos de los colegios masculinos de Loja acudíamos cada sábado al Grupo de Artillería Cabo Minacho, al sur de la ciudad.

Yo cursaba el último año en la Academia Militar “La Dolorosa”, que, como he dicho, desarrolló sus actividades en la edificación de propiedad de la Curia Diocesana, situada en la esquina de las calles Bolívar y José Antonio Eguiguren, en donde antes funcionó el Seminario Menor San José a cargo de la comunidad de Padres Lazaristas, también reducida a escombros para construir el edificio de la Municipalidad, tal como lo conocemos hoy.

Por aquel tiempo, la Academia Militar «La Dolorosa», el Colegio Bernardo Valdivieso, el Seminario San José y el Colegio Nocturno “Leones de Loja», eran los únicos establecimientos educativos para varones que había en Loja.

El último de los mencionados fue creado por el Club Social del mismo nombre, en 1954, bajo la dinámica organización del ilustre lojano Jorge Mora Ortega, con la idea de impartir educación gratuita a los obreros. El primer rector fue el insigne educador y formador de juventudes, Carlos Manuel Espinosa, de quien Alejandro Carrión escribió: “Todo el que pasó por su aula aprendió a escribir. Tenía una enorme simpatía y tal manera de enseñar que aliviaba todas las majaderías de la gramática, la ortografía, de la sintaxis».

Los colegios femeninos no participaban, las estudiantes se mantenían tranquilas en sus casas disfrutando de un solaz descanso.

En realidad, no sabíamos exactamente a lo que íbamos, algunos imaginábamos que nos prepararían para ser considerados miembros de las fuerzas de reserva militar, por sí las moscas. De todas maneras, nuestro ánimo estaba preparado para que nos traten como coshcos.

Los dolorosos, que así nos llamaban, estábamos prevalidos de nuestro estado físico, porque en la Academia Militar rutinariamente había actividades destinadas al fortalecimiento del cuerpo, a través de un conjunto de ejercicios que planificaba nuestro instructor, el Mayor Gordon. Nos decía que tenemos que ser bien machos y fuertes. «La Chiroca” Burneo levantaba una silla con los dientes en demostración de esa fuerza, y otros pasábamos en el gimnasio alzando pesas para engrosar los brazos.

Para el primer día de asistencia nuestras madres plancharon y alistaron los uniformes con esmero para estar bien puestos; la mía, con su inconmensurable ternura almidonó el cuello de la camisa del uniforme y la gorra, y con su mano derecha me bendijo con optimismo, aunque sinceramente habrá pensado: ahora es cuando la puerca tuerce el rabo.

En el Cabo Minacho nos esperaba el teniente Irigoyen que se mostraba temible, acompañado de un suboficial, un cabo segundo y tres soldados. Con voz fuerte y castrense dispuso que en cuestión de segundos nos enfiláramos por colegios y bien alineados. Los estudiantes de la Academia estábamos familiarizados con ese tipo de órdenes porque teníamos un toque militar, el resto estuvo bastante desordenado.

Con esa misma voz nos dio la bienvenida advirtiéndonos que allí estábamos para hacernos hombrecitos; para que tomemos conciencia del servicio a la patria y para conocer la actividad militar en el campo de la defensa nacional. Aunque seguíamos sin entender qué es lo que pasaría en el futuro, quedamos a órdenes de los subalternos porque Irigoyen se retiró.

Durante las siguientes jornadas, la instrucción premilitar comenzaba con ejercicios, trotes, carreras y vuelta al garaje. Las flexiones en el suelo eran las más frecuentes, y en algunas ocasiones sobre pequeños charcos de agua. El planchado del uniforme se arruinaba. Los estudiantes de cada colegio tratábamos de demostrar que éramos los más resistentes. La faena terminaba con unas palabras del suboficial y una que otra actividad más.

En algún momento nos explicaron las características del fusil máuser, también nos hablaron a breves rasgos sobre las estrategias de guerra y otros aspectos afines. De todas las explicaciones no olvido la que hizo el cabo segundo sobre el caballo de artillería, entrenado para desmontar o desenganchar rápidamente las armas.

Con voz pausada y paseándose frente a nosotros dijo: este caballo es un animal propiamente dicho, que por la función que cumple se divide en el caballo como tal y en el armamento.

El teniente Irigoyen llegó a conocer que unos cuantos estudiantes elevaron su queja a los respectivos rectores, y éstos al Jefe de Zona, aduciendo que nos trataban como a perro, lo cual fue una exageración. En el siguiente sábado la reacción del teniente fue de terror, estaba furioso; se refirió a nosotros como las mujercitas de los colegios femeninos, y nos hizo marchar en el propio terreno cantando: “tengo una muñeca que baila cha cha cha”. Finalmente lo relevaron.

Pocos años después  la instrucción premilitar fue regulada con la participación de colegios masculinos y femeninos, pero concibiéndola, por lo menos en teoría, como una acción educativa que promoviera en los estudiantes actitudes y aptitudes para la búsqueda del bien común; para que se acrecienten el amor a la patria y el respeto a los héroes nacionales; para que la disciplina impere en los colegios; para que se fortalezca la moral pública; y, para proporcionar conocimientos militares necesarios que contribuyan a su formación y capacitación.

En el 2012, con el Reglamento General a la Ley Orgánica de Educación Intercultural, la instrucción premilitar desapareció, aunque perdura en nuestros recuerdos como parte de nuestra inolvidable vida estudiantil.  

Hace algunos meses, el exministro de defensa, Luis Hernández, aseguró que el presidente Guillermo Lasso había manifestado su deseo para que vuelva la instrucción premilitar, a fin de que los jóvenes tengan en las Fuerzas Armadas una fuente donde puedan alimentarse de ciertos valores que son necesarios en una sociedad.

Indudablemente que ese deseo es plausible y conveniente para la juventud ecuatoriana. De ser así, los estudiantes de Loja podrán acudir al Cabo Minacho sin preocupación alguna, porque ya no estará el temible teniente Irigoyen.