César Correa
Por los años 50 y 60 del siglo pasado, en Loja, predominaban las relaciones de producción de carácter feudal, en las que los hacendados eran el equivalente de los señores feudales y los arrimados el de los siervos europeos.
Recuerdo que la Semana Santa se vivía de una manera muy diferente a la actual. En ese entonces todas las actividades de las instituciones se cerraban la semana entera, no había clases ni cumplimiento de las obligaciones laborales. Para la clase dominante eso no significaba pérdida económica, pues, como no pagaba salarios a sus arrimados, no era necesario hacerlos devengar su remuneración. Los almacenes cerraban porque vender en Semana Santa era como venderlo a Jesucristo.
Desde el lunes reinaba un silencio general, un recogimiento espiritual, unos claros sentimientos de luto, que se hacían más fuertes el jueves y el viernes, cuando la mayoría de la población vestía de negro. Durante la semana se realizaban los ejercicios espirituales, con encierro de por lo menos la mañana o la tarde, para hombres y mujeres, por separado, en los que colectivamente se comentaba sobre temas religiosos y cada uno se preparaba para la confesión. Viernes, sábado y domingo se silenciaban las campanas y se llamaba a los ritos mediante las matracas. Era famoso el sermón de las 7 palabras de San Francisco, que duraba 3 horas. En el viacrucis los participantes permanecían de rodillas en cada estación, acongojados, como si en esos momentos estuviera ocurriendo la crucifixión. En la noche del viernes la ciudad entera se trasladaba a la calle Bolívar, que se llenaba, como hoy en el Festival de las Artes Vivas, para hacer el recorrido por las iglesias…
No se sabía ni se oía del descanso obligatorio semanal y anual, ni de afiliación al IESS, ni de las indemnizaciones por despido intempestivo, ni garantía alguna contemplada en el Código del Trabajo.
En los años 70 se produjo la transición. Los arrimados se convirtieron en asalariados; creció el número de almacenes que contrataba dependientes; en los talleres artesanales, los aprendices reclamaron salario; se hicieron frecuentes los juicios laborales que terminaban con condenas a pagar fuertes indemnizaciones; llegó el influjo ideológico, jurídico, comercial y social de Quito y de la Costa; y, por último, de la televisión, que hizo trizas las costumbres de Semana Santa. Solo el viernes quedó como día de descanso obligatorio, para que las empresas no tuvieran que pagar una semana entera sin que los trabajadores concurrieran a realizar sus labores diarias. La reforma legal se produjo sin que la jerarquía eclesiástica hiciera ni la más pequeña oposición, al fin y al cabo, muchas de las empresas eran de su propiedad y no querían soportar el sacrificio económico para que sus trabajadores pudieran asistir a los ejercicios espirituales y demás ritos. La vida burocrática se hizo más compleja y estresante, de manera que los empleados esperaban el feriado de Semana Santa para salir a descansar en otro lugar, especialmente en los balnearios de la Costa.
La transición implicó que los señores feudales —hacendados, conservadores—, perdieran su hegemonía y fueran reemplazados por la burguesía liberal, con la cual el clero pronto estableció un matrimonio sólido e indisoluble, que ha tenido un alto costo: la progresiva pérdida de credibilidad.
Hoy el espíritu luctuoso ha desaparecido y si bien un alto porcentaje de la población concurre a los ritos de Jueves y Viernes Santo, es también alto el porcentaje de los habitantes de Loja que se dan las buenas vacaciones.