Las dolencias del alma

Santiago Armijos Valdivieso

En forma más o menos regular acudimos a laboratorios médicos para someternos a exámenes de sangre y similares con el ánimo de establecer nuestro estado de salud físico. Eso es lo correcto y habrá que seguir haciéndolo sin descuido. Sin embargo, jamás (o muy excepcionalmente) tomamos medidas para determinar el estado de nuestra salud mental. Tema tan importante en tiempos normales y, con mayor razón, en estos tiempos pandémicos en que nuestro cerebro hierve a borbotones por el quemante calor ocasionado por la pérdida de un ser querido, la angustia de las deudas, los problemas familiares, la incertidumbre, el desempleo o la intoxicación de información negativa que nos llega y abruma por los cuatro costados.

Penosamente, hemos asumido la posición de que solamente quienes están en estado de alienación mental o presentan graves conductas esquizofrénicas están obligados a pedir ayuda de un psicólogo o un psiquiatra; lo cual, resulta un tremendo error y una peligrosa decisión, dado que el corazón de cada persona es un profundo océano que alberga insondables misterios en torno al afecto, al desafecto, a la ilusión y a la alegría; y, por supuesto, al hecho de que entre los seres humanos nunca habrá tristezas o decepciones exactamente iguales.

El tema es tan delicado y complejo que la negligencia y los errores en temas de salud mental pueden conducir a situaciones extremas como los suicidios; desgraciadamente perpetrados por personas de toda edad, condición y género, lo cual, se evidencia en las reiteradas y alarmantes noticias que recibimos en la prensa y en las redes sociales.
Vale recalcar que estas muertes por propia mano no solamente acontecen en los estratos económicos más pobres de la sociedad, pues, al contrario, suceden en mayor número y con mayor frecuencia en ambientes cargados de riqueza y prosperidad.

Para ilustración de lo dicho, cito lo investigado por Yuval Noah Harari en su ensayo “Homo Deus”: “(…) A pesar de nuestros logros nunca vistos efectuados en las últimas décadas, en absoluto es evidente que hoy las personas estén significativamente más satisfechas que sus antepasados. De hecho, es una señal ominosa que, a pesar de la mayor prosperidad, confort y seguridad, la tasa de suicidios en el mundo desarrollado sea también mucho más elevada que en las sociedades tradicionales. En Perú, Guatemala, Filipinas y Albania (países en vías de desarrollo con pobreza e inestabilidad política), cada año se suicida una de cada 100.000 personas. En países ricos y pacíficos como Suiza, Francia, Japón y Nueva Zelanda, anualmente se quitan la vida 25 de cada 100.000 personas. En 1985, la mayoría de los surcoreanos eran pobres, no tenían estudios, estaban apegados a las tradiciones y vivían en una dictadura autoritaria. En la actualidad, Corea del Sur es una potencia económica destacada, sus ciudadanos figuran entre los mejor educados del mundo, y cuenta con un régimen estable y comparativamente democrático y liberal. Pero mientras que en 1985 nueve de cada 100.000 surcoreanos se quitaban la vida, hoy en día la tasa anual de suicidios en el país supera el triple de la de aquel año: 30 de cada 100.000”.

¿Cómo entender esto? Seguramente, la principal respuesta la encontraremos en el error de no preocuparnos por el estado de nuestra salud mental y en el hecho de no aceptar, testarudamente, que lo que nos rodea es el inevitable resultado de la forma como nuestro cerebro procesa los pequeños y grandes acontecimientos de la existencia.
Queda entonces la tarea personal de hacer algo al respecto; así mismo, está pendiente que el Estado incorpore como tema prioritario de salud pública a la salud mental de los ciudadanos.

Hace poco llegó a mis manos un interesante libro de contenido útil. Su autor es el ítalo-argentino Walter Riso y titula: “Pensar bien, sentirse bien”. Realmente lo recomiendo porque leerlo es un buen paso para entender este trascendental tema.

Al fin y al cabo, deberíamos tener presente que las dolencias que se anidan en los recovecos del alma son más despiadadas y dolorosas que las que se alojan en la carne.