El cantor de iglesia

Era grande, o quizá lo veía grande. Yo tenía diez u once años de edad, cuando iba a la iglesia de la Catedral en Loja, solo por verlo tocar el órgano y por acompañarlo a cantar la música sacra. Eran dos o tres misas al hilo, en las que me quedaba extasiada, escuchándolo; fueron muchos regaños en casa, porque nadie me imaginaba en la iglesia-templo, a tiempo extendido. Siempre pensé que era un humano con algo de ángel, pero, resultó un ángel con disfraz de humano.

Me gustaban sus notas, sus entonaciones, no sabía nada de él, solamente que era el “hombre del órgano en la iglesia”. Pero, la verdad, él ya era famoso, entonaba: “Cristo te necesita para amar, para amar…”, o “Cuántas veces siendo niño te recé”, y “Una espiga dorada por el sol, el racimo que corta el viñador…” y así tantas otras melodías que me transportaban al mundo del bien.
En toda la ciudad lo admiraban y lo admiraban como un súper dotado, lo que evitó que corriera la misma suerte de otros músicos, que terminaban en las cantinas embriagados, complaciendo los bajos instintos de sus oyentes, que a la vez, siempre exigen mucho y ofrecen poco, porque antes como ahora, se cree que el músico nos debe lo que nadie ofrece, su arte a título gratuito. En este caso, era diferente, nuestro cantor de iglesia era valorado.

Parecía alguien sobrehumano, cantaba con verdadera entrega y tocaba el órgano a la vez que subía de tono con su voz, y bajaba gradualmente hasta quedar en susurros, dirigiendo el coro de feligreses. Él le daba la solemnidad a cada acto en la eucaristía, él le ponía el toque de entrega desde el alma, él y solo él, sabía transportarnos hacia ese ámbito de la esperanza.
Cada vez que podía y después de hacer la tarea, me iba al concierto que él armaba con cada persona que asistía a la misa. Pero, hubo un día, que todo quedó desolado, resulta que el cantor de iglesia no había asistido, el padrecito tuvo que cantar desafinadamente, todos extrañábamos al hombre de la música que transportaba.

Al finalizar la misa, unos curiosos se acercaron al sacerdote, diciéndole: ¿Padre, que ha pasado que no está el cantor? El sacerdote dijo, “Pues, parece que un derrame cerebral ha sorprendido al hombre y no podrá venir por largo tiempo”.
Mas, el cantor tenía reservas de amor por su entrega en las jornadas de interpretación de música maravillosa, por tales gestas, los asistentes a la misa de los lunes y martes, como los de miércoles y jueves, viernes o sábados y hasta los domingos, empezaron a rezar por la mejoría de salud del músico.

Fue así, que un milagro asomó cabeza entre los anhelos y pronto se escuchó sonar el órgano nuevamente, con la voz del cantor entonando la devoción del que sabe amar en el bien. El amor hace lo que el dinero no alcanza.