Así titula el libro, publicado recientemente, de autoría de Rodrigo García Barcha, en el que, con amor filial, revela los últimos días terrenales de su padre: Gabriel García Márquez, genio del realismo mágico, y, seguramente, el escritor más querido de Latinoamérica. En dicha obra, también se relata la última etapa de Mercedes Barcha Pardo: “La Gaba”, amor inseparable, fuente inagotable de inspiración y artífice del triunfo literario del nobel colombiano.
Al leerlo, acabé conmovido, triste y enternecido al ratificar que, el gran Gabo, uno de los hombres más sensibles e inteligentes de los que se haya tenido noticia, pasó su etapa final del existir atrapado en los oscuros nubarrones de la desmemoria como producto de la peste del olvido o también llamado mal de Alzheimer: maldecida enfermedad que como un monstruo hambriento engulle las vivencia y recuerdos de los mortales hasta tornarlos indefensos y perdidos en la faz de la tierra ante el desconsuelo e impotencia de sus familiares, amigos y conocidos.
Lo que nos narra Rodrigo García Barcha sobre el estado de la memoria de su extraordinario progenitor no puede ser más duro:”[…]Hubo algunos meses muy difíciles , no hace mucho, en que recordaba a su esposa de toda la vida, pero creía que la mujer que tenía frente a él, asegurando tratarse de ella, era una impostora. —¿Por qué está aquí esta mujer dando órdenes y manejando la casa si no es nada mía? Mi madre reaccionaba con rabia. —¿Qué le pasa? —preguntaba con incredulidad. —No es él mamá. Es la demencia.[…]Cuando mi hermano y yo lo visitamos, nos mira larga y detenidamente, con una desinhibida curiosidad. Nuestros rostros tocan algo distante, pero ya no nos reconoce. —¿Quiénes son esas personas en la habitación de al lado? —le pregunta a la empleada del servicio. —Sus hijos. —¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble”.
Aunque todos -absolutamente todos- los casos de Alzheimer son terribles y penosos, el caso de Gabriel García Márquez resulta más perturbador y paradójico porque se trata de un hombre irrepetible, cuya suprema inteligencia fue utilizada, durante toda su vida, a la creación de mundos completos, perfectos, mágicos y paralelos, construidos con la preciosa materia prima de la añoranza y los recuerdos de su niñez de la Aracataca que luego alumbró al inolvidable Macondo. Ya me imagino como funcionaría a la perfección ese cerebro del Gabo al escribir “Cien años de soledad”: a un ritmo incontrolable, supremo, desbordante; en el que las ideas hierven, se reproducen, se conectan, se reconfiguran, se imponen y se tornan bellas para abrir las aldabas de la literatura exquisita.
No tengo duda que el episodio más duro para el Gabo fue el tiempo en que tuvo plena conciencia de que su memoria se iba apagando y navegaba hacia la isla gris de la demencia; aunque queda el consuelo que aquello fue mitigado con la grandeza de su espíritu que le permitió seguir bromeando e hilvanando genialidades en franco desafío a su dura realidad. Prueba de lo que digo es la cita siguiente: “Decía (El Gabo): —Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. —No puedo trabajar sin ella, ayúdenme. Luego lo repetía de una u otra forma muchas veces por hora y por media tarde. Era extenuante. Con el tiempo pasó. Recobraba algo de tranquilidad y a veces decía: —Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo, o, —Todos me tratan como si fuera un niño. Menos mal que me gusta”.
Como es obvio y tan humano, el Gabo también fue presa del desconsuelo, del abatimiento y hasta de la indignación ante la fatal adversidad; el siguiente pasaje así lo revela: “Su secretaria me cuenta que una tarde lo encontró solo, de pie en medio del jardín, mirando a la distancia, perdido en sus pensamientos. —¿Qué hace aquí, afuera, don Gabriel? —Llorar. —¿Llorar? Usted no está llorando. —Sí lloro, pero sin lágrimas. ¿No te das cuenta de que tengo la cabeza vuelta mierda?”.
Más allá de todas esas limitaciones humanas, el Gabo será inmortal, no solo por toda su hermosa y extensa obra escrita sino por su capacidad de exprimir la vida hasta los últimos gajos: amó, se cobijó con la familia, disfrutó tanto de los conciertos compuestos por Béla Bartók como de los ballenatos de Rafael Escalona (su entrañable amigo), experimentó felicidad en las tertulias con sus amigos, y, escribió su propio mundo, real y mágico, que le ha permitido seguir vivo a pesar de su muerte.
Me quedo con lo escrito por su hijo Rodrigo, quien sintetiza el último tramo de su padre en este mundo, así: “[…]Unos meses antes una amiga me pregunta cómo le va a mi padre con la pérdida de la memoria. Le digo que vive estrictamente en el presente, sin la carga del pasado, libre de expectativas sobre el futuro. Los pronósticos basados en la experiencia previa, considerados de significancia evolutiva, así como uno de los orígenes de la narración, ya no juegan un papel en su vida. Entonces, no sabe que es mortal. Qué suerte…”.