Como resultado del éxito de la campaña gubernamental de vacunación contra el Covid-19, Loja levanta el telón para la nueva normalidad. Sus parques, calles, avenidas y plazas se nutren nuevamente con la presencia de las personas. La catedral, engrandecida con la sagrada imagen de la Virgen del Cisne, recibe en sus naves, bancas y reclinatorios a los fieles y a sus plegarias. Las aulas escolares, colegiales y universitarias se encienden con la alegría, el entusiasmo y la esperanza de estudiantes y profesores. El complejo ferial acoge a decenas de emprendedores y abraza la visita de miles de personas, quienes acuden al viejo evento comercial para apoyar la tradición de pujanza y desarrollo. Los hoteles, hostales y hosterías dan techo y comodidad a los visitantes. Los transportistas movilizan a quienes vienen y van a este hermoso rincón del planeta. Los comercios, instituciones públicas y privadas, restaurantes y sitios de diversión son visitados masivamente para la continuación de la vida. Y lo mejor de todo: familiares y amigos se reencuentran para renovar vínculos de cercanía, afecto, identificación, celebración y unión.
Mayoritariamente, y sin poder decir que los embates de la pandemia han terminado por completo; la situación actual acontece bajo protocolos de cuidado sanitario como llevar mascarilla, guardar el distanciamiento social y utilizar con frecuencia desinfectantes. Tal como lo recomiendan las autoridades médicas.
Llegar a este momento ha sido muy difícil ya que, en el duro camino recorrido desde que inició el flagelo, han quedado decenas de nuestros muertos, y con ello, la destrucción de numerosas familias que aún no logran reponerse de la fatal e inentendible ferocidad del virus.
Recuerdo con estremecimiento que, a mediados de marzo de 2020, al salir a las calles desde mi sitio de trabajo para ir a guarecerme en los linderos de mi residencia; escuché una lastimera y alarmante voz de algún funcionario público encaramado en una lenta camioneta, que exigía a los escasos peatones cabizbajos dirigirse a sus casas para evitar el contagio del virus. Seguí caminando junto a un amigo y con temor e inseguridad nos propusimos especular sobre el tiempo de encierro al que seríamos sometidos para resguardarnos de la enfermedad. Mi amigo vaticinó que serían tres meses. Yo me atreví a decir que serían seis. Ninguno acertó ni de lejos porque el confinamiento superó los quince meses, en medio del sufrimiento causado por quienes fallecieron y de una catástrofe económica y social que, hasta la presente fecha, nadie sabe con exactitud sus consecuencias.
Escribo esta columna en el cuaderno de la esperanza y con la tinta de la ilusión de hayamos aprendido de las terribles lecciones que nos deja la pesadilla.
Por lo pronto, saludemos que la honda herida de la pandemia ha empezado a cicatrizarse en Loja, gracias al esfuerzo de todos. Se lo siente en cada uno de los confines de nuestra patria chica. Sumémonos decididamente a este empeño colectivo mediante el cumplimiento responsable del rol que a cada uno nos corresponde. Se interponen muchos obstáculos, mezquindades y maldades, pero hay que hacerlo. Las circunstancias y el futuro de nuestros hijos lo necesitan y merecen. (Si hemos de abrazar intensamente la vida: respiremos hasta que sintamos el olor del amor; viajemos hasta que nuestro corazón se ahogue de alegría; soñemos hasta que rompamos el lindero de la realidad; leamos hasta que nuestras pupilas traspasen la oscuridad; escribamos hasta que nuestros dedos tengan latidos de emoción; abracemos al amigo hasta que lo sintamos parte nuestra; agradezcamos, agradezcamos y agradezcamos hasta que sintamos verdaderamente el privilegio de vivir. -S.A.V-).