Galo Guerrero-Jiménez
Así como tanta gente en la comunión de sus haceres cotidianos empieza el día pensando y conversando, otros lo hacen estudiando, escuchando la voz del texto y leyendo para cumplir con sus obligaciones escalares y académico-universitarias; y qué mejor, cuando estas son de carácter investigativo, la mente se pone en su máximo potencial cognitivo, de manera que la memoria quede protegida y vitaminizada con los recuerdos de lo que se emprende para que ese proyecto educativo sea incorporado al accionar de su estatus personal, el cual se educa en la medida en que el cerebro aprende a funcionar en su más alto potencial de conciencia intrasubjetiva.
Pues, como señala la psiquiatra Miriam Rojas: “Años de experimentos demuestran que la manera como uno decide responder ante los problemas y cuestiones que se plantean cada día influye en el resultado. El cerebro, los marcadores fisiológicos, los genes, las células, los sentimientos, las emociones, los pensamientos funcionan como un todo” (2022); solo así se pueden lograr resultados altamente eficientes que el estudiante, en efecto, si es estudioso desde una disposición cerebral asumida bajo estos parámetros de exquisitez intelectual, en que la conciencia se activa no solo para receptar un contenido temático debidamente estudiado, sino para que las ideas que genera el cerebro en calidad de pensamientos, es decir de lenguaje, sean significativas, simbólicas, por lo tanto, altamente edificantes para el desarrollo cultural y socio-humanístico, el cual aflora en la medida en que la vida intelectual de cada individuo que se compromete a estudiar, a investigar, a trabajar, a crear y robustecer su estatus de ente humano, sirva para aportar con el mayor talante de su condición pensante y actuante, “sustituyendo los valores técnicos por valores éticos realizados, produciendo desde las experiencias y las luchas, palabras, pues es allí donde son fabricadas, y también enraizadas y encarnadas; [las cuales] movilizan las pasiones y los afectos alegres, recombinándolas y vivificándolas, haciendo creación singular y social, potenciando la libertad y la dignidad humanas, conformando un querer vivir como desafío, desde una pedagogía de la pregunta, (…) de la libertad y la autonomía” (Aparicio Guadas, 2021).
Así, desde la experiencia del lenguaje, que se la adquiere en la conversación con la otredad, bien al escuchar esa palabra, al emitirla oralmente o al leerla en el soporte de un texto escrito virtualmente, o en papel, físicamente, para que sea incorporada con todos los componentes y dispositivos que cognitivamente disponemos para que sea oxigenada axiológica, estética y lingüísticamente, hasta que “podamos vernos abocados a la idea básica de que lo que nos hace humanos es la cultura. Los antropólogos utilizan el concepto de cultura de muy diversas maneras, pero en esencia es la idea de una plantilla cognitiva que sirve de molde para toda la estructura de la conducta humana. Su elemento pivotante es la flexibilidad que proporciona para que se modifiquen todo tipo de conductas, pensamientos y acciones y para que se integren actividades ampliamente dispares. El hombre, animal [con grandeza de ente divino] portador de cultura, puede cambiar y abarcar todos los aspectos de la humanidad desde la tecnología hasta la política, pasando por la estética” (Foley, 2018), que es el pilar más altamente dignificante para embellecer la palabra desde nuestra cognición, puesto que es allí donde “el lenguaje se enraíza, sin darnos cuenta, en la constitución de nuestro ser individual y social, permitiéndonos ‘decir algo’ a los demás y hacer posible que nos hablemos a nosotros” (Cabrejo Parra, 2020) y a los demás desde nuestro contingente mental, que debe ser siempre el más excelso, estética, ética y lingüísticamente expresado en palabras que no nos encaminen a una mera competencia comunicacional, sino a la expresión de la palabra asumida con gracia y textura humana, estética y éticamente asumidas para una adecuada convivencia humana.