Christian Cano Zambrano
Las últimas coyunturas y debates continuos que se han dado entre la Asamblea Nacional y el presidente de la República han abierto la discusión hacia una posible “muerte cruzada” ocasionada por la falta de gobernabilidad dentro del país.
Éste es sin duda un debate de interés nacional, pero muy pocos conocen o están conscientes de lo que significa para el Ecuador.
La muerte cruzada es una novedad; desde la Constitución del 2008 nace la posibilidad de que el presidente de la República pueda disolver la Asamblea Nacional y que ésta, por su parte, tenga la capacidad de destituirlo sin un juicio político previo.
La Constitución actual le ha dado al presidente del Ecuador muchas más atribuciones y competencias que nunca antes en la historia había tenido un presidente ecuatoriano, lo que muchos expertos y analistas denominan, hiperpresidencialismo. “La muerte cruzada es una representación de esta característica”.
El país corre, en forma irremediable, hacia la muerte cruzada. No se ve otra posibilidad de deshacer el nudo gordiano en que se debate. Las elecciones seccionales son, por supuesto, un factor que incidirá en el mapa político, pero no cambiará mayormente la relación entre el Ejecutivo y la oposición que se ventila principalmente en la Asamblea. Por dos razones. Una: el gobierno no tiene un partido susceptible de disputar el poder local. Dos: si para el presidente los resultados de la consulta son importantes y posiblemente le sean favorables, no cambiarán la lógica política golpista que anima a la oposición.
La Corte Constitucional podría haber quemado sus últimos cartuchos de respetabilidad y crédito al tomar partido por apoyar una interpelación presidencial por aspectos que los legisladores habrán de probar –tienen la obligación para no quedar tan mal– y que lucen, por ahora deleznables. Es extraño que un dictamen tan largo haya sido redactado en corto tiempo. Se demostró que el Ejecutivo no controla a la Corte —y eso es positivo— pero también cabe afirmar que esta Corte, salvo honrosas excepciones, quedará para el juicio inapelable de la historia. El tiempo lo dirá.
El juicio político a un presidente tiene un antecedente histórico hace más de 100 años en la descalificación del presidente Juan de Dios Martínez Mera, el 17 de octubre de 1933. Entonces el principal interpelante fue José María Velasco Ibarra (más tarde presidente del Ecuador por cinco ocasiones). El presidente liberal fue acusado de fraude electoral y de mal manejo de la posición del país en las discusiones territoriales de Colombia y Perú por la disputa de la zona de Leticia.
El juicio político al presidente llega en medio de una grave crisis de credibilidad, con el Ecuador sometido por la violencia criminal y los asesinatos en las calles, ante la impotencia de las fuerzas del orden, con un invierno crudo y una obra pública paralizada y con bajo presupuesto, al que los efectos del terremoto del sur de la Costa o el colosal derrumbe en Alausí muestran como postal de esperpento.
A la falta de acierto político del Ejecutivo y el bloqueo constante y planificado con el objetivo de sacar al jefe de Estado del poder de una oposición feroz y mediocre se suma la falta de adecuada gestión de varias carteras de Estado con ministros que nunca asumieron la disposición presidencial de rendir cuentas en entrevistas de prensa y cuyo anonimato e ineficiente acción hacen sentir que el país está a la deriva.