No se lee para aprender sino para vivir

Galo Guerrero-Jiménez

Desde la escolaridad, e incluso desde la familia, se ha hecho demasiado énfasis en el valor de la lectura para que forme parte de la vida cotidiana, pero desde un mero funcionalismo, en vez de que los esfuerzos vayan encaminados al favorecimiento de un engranaje culturizador y, sobre todo, favorecedor del crecimiento humano del sujeto (Quintanal, 2005). Leer es básicamente formarse para la vida, no para identificarse con la clase de lengua o de literatura o de cualquier otra disciplina en la que el escolar solo lee para cumplir una tarea, o para hacerle caso al padre o madre de familia, cuando sin ninguna motivación previa le imponen al niño o joven una lectura cualquiera.

Leer para realizarme con satisfacción, leer para penetrar el mundo objetivo desde mi carácter subjetivo, leer para sentirme plenamente humano, leer para obtener una visión transformadora, positiva y, sobre todo, para canalizar el verdadero poder de servicio al que estamos llamados a cumplir con el prójimo al cual nos debemos y por el cual existimos. Solo aprendemos a completarnos como personas por el efecto que de los demás recibimos y de lo que uno puede dar para que el otro aprenda a crecer. Y no hay mejor efecto para nuestra educación la que del libro se recibe, ese otro que es el escritor, que es un prójimo que acude para entregarnos lo que nos falta, sobre todo porque lo que se recibe no es tanto el conocimiento que del libro se obtenga sino por la sabiduría que puede llegar a engendrar en cada buen lector para llegar a convivir al estilo de lo que sostiene Sergio Bergman: “La convivencia es la unidad mínima necesaria para construir comunidad. Así nos hacemos conscientemente seres sociales. Vivir en la situación del otro es convivir. Implica el valor de compartir” (2014).

El libro, la lectura, el escritor, es decir el otro que se constituye en un prójimo para la trascendencia, nos lleva de la mano para asumir nuestra calidad de seres sociales: solidarios, proponentes de una buena nueva, es decir la del placer, la de la satisfacción compartida, la de la reunión que construye, que eleva, tal como sucede en una comunidad escolarizada, o en la mejor comunidad del mundo: la familia.

El libro es, entonces, parte de la comunidad, de la casa, de la intimidad, de la objetividad, del todo y de todos. Pues, así como el vestuario no nos desampara de nuestra corporalidad, la lectura no nos puede desproteger de nuestra subjetividad, porque nos ayuda a peregrinar en nuestra fase de crecimiento, de afirmación y de afinación en el reino de la incertidumbre cuando la convivencia en la colectividad es a veces dura de llevar.

Por consiguiente, la lectura solo será válida cuando nos enseñe a leer el mundo, y no quizá tanto desde la verdad de la razón, o de la mera intelectualidad, sino desde la razón del corazón, puesto que no se lee para aprender si no para vivir, y sobre todo para no perder el rumbo de la vida, sino más bien para descubrir mundos nuevos, para saber sus secretos, y para conservar la felicidad desbordante, jubilosa, altamente ilusionante del amor por la vida que como un gran milagro de la naturaleza nos permite vivir al estilo del primer beso, que por pequeño e inocente que haya sido, nunca se borra, tal vez porque, como sostiene el novelista español Antonio Iturbe, traza la primera línea del amor en una página que está en blanco. Y, ante todo, porque desde esta óptica se puede evitar lo que le sucede a infinidad de niños en el mundo: “Muchos de ellos odiaban los libros —dice Iturbe—cuando estudiaban en la escuela. Los libros eran sinónimo de estudios pesados, en largas lecciones de ciencias, de sesiones de lectura bajo la mirada amenazante del maestro, de deberes en casa que les impedía salir a jugar en la calle” (2013).