Numa P. Maldonado A
¡Sí a la honradez y al bienestar colectivo! Es el íntimo y generalizado anhelo de la enorme mayoría de ecuatorianos desde siempre, pero con mayor fuerza, actualidad y expectativa en estos momentos cruciales de muestra historia. Un deseo por demás justo, sano, necesario y urgente, indiscutible… pero truncado por las fuerzas del mal representadas por un grupo de personas sin escrúpulos y ávidos de riqueza mal habida, que han captado astuta y demagógicamente el poder para provecho propio, prácticamente también desde siempre. Donde las últimas décadas de la historia republicana, no son la excepción.
Y, precisamente, porque no hemos podido salir de nuestra inmadurez política, o ceguera colectiva, causada a propósito por los permanentes opresores (una clase pseudopolítica de diferente matiz, generalmente aliada a la corrupción y hoy convertida en mafia), seguimos hundidos en el “subdesarrollo” y miramos, a pocos días del cambio a un “nuevo gobierno”, con ojos de indignación, preocupación e incertidumbre. Más aún si buena parte de los candidatos a las elecciones próximas son exactamente los mismos que ocuparon curules en la anterior Asamblea, o los testaferros de estos, pero que, con enorme cinismo y dinero mal habido pretenden aparecer a los ojos de un pueblo ingenuo o fanático, como honorables y probos…
Sobre este último aspecto me parece que para el común de la gente no es tan difícil distinguir a una persona honrada de otra que no lo es, o. en términos más directos, de un ladrón, pillo o corrupto. Porque en esta última categoría caen no solo los rateros (pequeños ladronzuelos que delinquen muchas veces por necesidad), los estafadores y extorsionadores, pequeños, medianos y grandes, los audaces mentirosos, sino, especialmente, los grandes ladrones de los bienes públicos que roban millones de dólares y, con ese poder económico aseguran su nefasta permanencia en el poder. Porque el dinero sucio, al igual que una fruta dañada, corrompe la justicia, instaura la impunidad y permite liderar partidos políticos populistas, de derecha o izquierda, hechos a la medida de sus perversos intereses.
A la gente honrada se la conoce desde sus ancestros y por sus amistades e ideología: es auténtica, austera, modesta y solidaria, y respetada por todos: duerme bien y disfruta de salud y buen humor. En su sencillez es una persona con pocos defectos y sabia.
El corrupto es todo lo contrario, pero especialmente audaz y enfermo de codicia, por eso cae fácilmente en el pecado que advierte el Padre Nuestro: cae en la “tentación” y si acepta dinero sucio a cambio de algo igualmente sucio, está atrapado para siempre: pasa a engrosar una o varias de las múltiples actividades del crimen organizado y recibe órdenes de fiel cumplimiento. Desde luego, se convierte en un pobre individuo, a lo mejor con mucho dinero y hasta poder, pero obligado a realizar actividades no precisamente para envidiar o compartir, peor aún para admirar… Desgraciadamente, muchos pueblos con gente buena, como el nuestro, son atrapados con estrategias paternalistas o engaños perversos, por liderazgos populistas de esta clase.
Un pueblo con buena salud y educación, y trabajo decente, gobernado por regímenes democráticos, no es presa fácil de estas perversas mafias insensibles a la angustia y el dolor humano.