José Antonio Mora
En las profundidades del ser, frecuentemente hallamos que las palabras se tornan superfluas, o se esfuman, dejando a los actos como los únicos narradores de nuestra esencia, ejemplaridad y generosidad. En el teatro de la vida, la actitud que adoptamos frente a la felicidad y el éxito es significativa; no obstante, es en el enfrentamiento con los desafíos y fracasos donde verdaderamente se revela el carácter. La luz que destella en una mirada genuina —ese reflejo de valentía, humildad, sencillez, amor, comprensión y humanismo— es el mismo que debemos proyectar. Es el fulgor que observamos en la inocencia de nuestros hijos, en la bondad intrínseca de nuestras mascotas, en la devoción de un compañero fiel.
Nos movemos entre las sombras de un sistema que a menudo se percibe como injusto, tiránico y falto. A pesar de sus espejismos y trampas, encontramos en la fe y en el amor, fuerzas resplandecientes que prevalecen contra toda adversidad. A veces, el simple acto de contemplar la vida desde una banca del parque puede revelar más sobre nuestra rutina, el ruido, la contaminación de nuestro ser, que cualquier discurso articulado. Y es aquí donde surge el desafío más grandioso: actuar más y hablar menos.
Nuestra responsabilidad consiste en ser los obreros silenciosos del porvenir, aquellos que contribuyen al bien común, superando el egoísmo y el individualismo en favor de un colectivo equitativo. Este aprendizaje no se encuentra en las páginas de un libro, sino en las experiencias vividas. Llega un punto en que, si consideramos que cada evento es parte de un diseño mayor, incomprensible en su totalidad, reconocemos que hay momentos en los que sobran las palabras.
En tales instancias, cuando el corazón y la mente se aquietan bajo la sabiduría de un orden superior, comprendemos que, a veces, no tenemos nada que decir, porque nuestras acciones han hablado ya con la elocuencia de nuestra humanidad compartida.