Galo Guerrero-Jiménez
La salud de la educación está en la salud de la lectura y, por ende, lo estará en la cultura, en la ciencia y en la sociedad en la que cada participante actúa individual y colectivamente.
Sin embargo, es la singularidad, el poder subjetivo, el vigor personal, la obstinación y la actitud axiológico-antropológica los que generan estos espacios de salud mental para leer y escribir con salud ya no solo un texto, sino la vida, el espacio, la naturaleza, el tiempo, lo físico y la trascendencia en cuanto son las manifestaciones personales las que fraguan la vida “en virtud de la inteligencia espiritual, [por la que] el ser humano es capaz de trascender el mundo natural y a sí mismo”. (Torralba, 2010).
Esta salud mental espiritualizada cognitiva y lingüísticamente en cada individuo que se esfuerza por alcanzar esta realidad personal “convierte los objetos naturales y los que él mismo fragua en realidades simbólicas, en instrumentos que comunican algo que está más allá de ellos. (…) El ser humano no solo produce y consume símbolos; los necesita para vivir, para instalarse en el mundo, para dar significado y sentido a su existencia, para comunicar sus más hondos sentimientos y pensamientos” (Torralba, 2010) de manera adecuada, es decir, profundamente humana, bajo el símbolo del sacramento del amor como el mayor precepto que nos permite no solo valorar al género humano en sí, sino esa búsqueda de sentido que persigue el ser espiritualizado de una persona que con la mejor salud mental consigue paulatinamente una educación integral estimulada por la capacidad de la comprensión del lenguaje simbólico que genera la inferencia lectora.
En este orden, cuando se lee un texto no basta detenernos solo en el lenguaje de los signos para desarrollar nuestra salud mental cognitiva, lingüística y espiritualmente hablando. Pues, “no devenimos lectores porque hayamos adquirido solo la técnica de descifrado y velocidad lectora; lo somos, cuando, además, comprendemos los propósitos de la lectura, disfrutamos de ella y la incorporamos, naturalmente, a nuestro modo de abrevar en la vida” (Castrillón, citado por Bialet, 2018), haciéndonos infinidad de preguntas filosófico-antropológico-axiológicas, por ejemplo, cuya respuesta no está en el texto, sino en el lector que, cobijado por su salud mental sabe que “las preguntas son el lugar del estudio, su espacio ardiente. Pero también su no lugar” (Larrosa, 2007) porque es consciente de que “no basta con el lenguaje de los signos para desarrollar correctamente el oficio de ser persona, porque existen vivencias que no pueden expresarse con el lenguaje sígnico y que requieren el lenguaje simbólico. (…) Los símbolos desbordan el mundo de la ciencia y dejan entrever otro mundo que se oculta más allá de las leyes científicas” (Torralba, 2010).
Aparece así, una antropología filosófica de la lectura, es decir, una simbología axiológicamente sentida que no se centra en las respuestas para saber lo que el texto contiene, sino en el estudio apasionado que el lector engendra para forjarse ideales y aspiraciones que desde su cognición lo impulsan a moverse en distintos planos de realidad abierta, singular e inspirada dentro de un campo personal de iniciativa y creatividad que le permitan potenciar una relación de encuentros fecundos de vida sana y armónicamente realizables en los ámbitos de la intelectualidad y de la afectividad.