El metabolismo mental de nuestra conducta lingüística

Dadas las circunstancias actuales de vida que cada ser humano lleva a cabo en el planeta, bombardeado por una cantidad desmedida de información a través de los medios sociales que en infinidad de redes internáuticas lo atosigan hasta sentirse aturdido para procesar esa información en conocimientos útiles, de manera que sea educativa, axiológica, cultural, política y hermenéuticamente incorporada y procesada analíticamente en su cotidiana existencia, para que sea asumida en la conducta antropológico-ético-cívico-ciudadana de cada individuo, de manera que le sea factible llegar a tener una buena formación lingüística y cultural que, a más de la profesión u ocupación que cada ciudadano ocupa en una comunidad determinada, le permita llegar a tener una buena competencia comunicativa para que asegure éticamente una cultura de la familia, de la educación, de la política y de la comunicación bajo los mejores parámetros que la inteligencia intelectual y, en especial, la inteligencia emotivo-espiritual, le pueda brindar nuevos criterios de conducta que vayan cargados de responsabilidad y de honor al prójimo a través de los hechos y la palabra veraz, oportuna, no calculadora ni embustera, sino fraterna y dispuesta para extender la mano a quien más lo necesita; sabedores de que, allá, afuera, tenemos realidades deplorables, pero también magníficas que nos esperan para aprender a caminar juntos en el ámbito de la gracia, y no de la discordia ni de la falacia que tanto mal nos está haciendo, porque desde ese ámbito no es posible repartir lo mejor de sí que cada ciudadano sí posee cuando se esfuerza por acomodarse lingüística y emotivamente a una realidad más humana, como aquella del amor fraterno y universal.

Pues, una realidad amorosa, es decir, comprometida con lo noble, “nos empuja hacia el gran afuera, amplía el radio de nuestras miradas y de nuestra admiración. El amor nos empuja hacia la otra persona” (Guardine, 2001) para brindarle nuestra calidad humana: viva, creadora, decidora, bienhechora y siempre con intención recta, enclavada en lo más profundo de la subjetividad humana en cuya mirada, la misericordia y el compromiso para abolir la violencia en sus múltiples dimensiones, es loable para el crecimiento de nuestra voz personal: auténtica y cargada de un lenguaje afectivo en donde se configura la realidad del sujeto que actúa con un metabolismo mental sano, armónico, actuante para el reino de la vida, en vista de que la palabra se vuelve trascendente, penetrante, tanto en el acontecer de lo sagrado, y actuante en el acontecer de lo deplorable.

Por lo tanto, una realidad amorosa lingüísticamente hablando, participa activamente del condumio de lo vivible desde un conjunto de ideas que se fraguan en el metabolismo mental desde la más sana convivencia. En este caso, “el lenguaje nos sirve como índice para emprender investigaciones sobre el Mundo de la vida, es decir, sobre la peculiar manera que tenemos de experimentar, sentir, hablar de la realidad” (Marina, 1999) cotidiana y mundana desde la profundidad de nuestros elementos psíquicos que son los que posibilitan una serie de comportamientos lingüísticos y axiológicos que se convierten en determinados tipos de conducta, como aquel de que “una persona mejora realmente la calidad de la propia comunicación solamente bonificando la parte de sus sentimientos. (…). [Pues,] las ideas por sí solas son estériles; para animar necesitan ser animadas por un sentimiento” (Colombero, 1994,) que nos permita caminar de las palabras al diálogo de lo afectivo y humanamente realizable.