En orden

Cuando Jesús entró en el templo, encontró a algunos hombres vendiendo bueyes, ovejas y palomas; otros estaban sentados a sus mesas, cambiando monedas extranjeras por monedas judías. Al ver esto, Jesús tomó unas cuerdas, hizo un látigo con ellas, y echó a todos fuera del templo, junto con sus ovejas y bueyes. También arrojó al piso las monedas de los que cambiaban dinero, y volcó sus mesas. Y a los que vendían palomas les ordenó: «Saquen esto de aquí. ¡La casa de Dios, mi Padre, no es un mercado!» Esta escena bíblica muy conocida, es citada en los cuatro evangelios y muestra una reacción quizá inesperada en Jesucristo.

Al leer el pasaje, se puede imaginar la actividad comercial en el templo: compradores y vendedores regateando el precio de los animales a sacrificar, cambistas realizando su mejor oferta, gente aglomerada, ruido. Un lugar que debía dedicarse a la oración, a la comunión con Dios, estaba destinado a un propósito muy diferente, que producía abundantes beneficios económicos para el sumo sacerdote y los comerciantes. Es totalmente comprensible que Jesucristo, látigo en mano, haya puesto orden en la casa de su Padre.

En la primera carta a los Corintios, el apóstol Pablo nos dice que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que Él mora en nosotros, que nuestro cuerpo nos ha sido dado por Dios y que a Él pertenece; por lo tanto, debemos presentarlo como sacrificio vivo y santo, aceptable ante Dios.

Pero al igual que en los tiempos de Jesús, nuestro templo puede estar lleno de mercaderes que negocian con Dios, tratado de obtener el favor divino a cambio de obras de caridad, penitencias u ofrendas, olvidando que somos salvos por medio de la fe, que es un don de Dios, no por obras. Quizá nuestro templo está lleno de cambistas que tienen la mirada fija en obtener riquezas materiales, olvidando que lo importante es hacer tesoros en el cielo, en donde permanecerán inmutables y serán valorados por siempre. Talvez nuestro tempo está lleno de peregrinos afanados por cumplir con un precepto religioso, olvidando que lo Jesucristo desea es que seamos hacedores de su palabra. Doloroso sería que nuestro templo esté lleno de visitantes anónimos más pendientes de satisfacer los deseos de la carne y de hacer lo que el mundo dicta, ignorando que el deseo de la carne es contra el Espíritu; y peor aún, que en nuestro templo more aquel que obtiene beneficios de la fe y la necesidad de la gente.

En cualquiera de estos escenarios; y en otros más, es necesario que el Señor ponga en orden la casa. Quizá ese proceso implique momentos difíciles, quizá sea doloroso, pero siempre será para bien; y lo mejor, es que su diestra siempre nos sostendrá.