Así como el valor supremo de la Navidad es vivirla hacia adentro para que tenga el sentido primigenio de intimidad espiritual, así sucede con la lectura de un texto que el lector debe seleccionarlo con especial cuidado para que nuestro espíritu viaje por todo el universo de nuestra naturaleza humana para que desde el ritmo de nuestra cotidiana existencia nos conduzca a la valoración de la vida desde la meditación y el silencio de las palabras que vibran en la conducta de nuestra idiosincrasia personal si es que, en verdad, queremos que el eco de cada frase, de cada enunciado leídos se conviertan en los grandes gestores espirituales para conseguir, desde lo más profundo de nuestro ser, los logros pragmático-emotivos desde los caminos más loables que axiológicamente conducen al ser humano a la demostración de su más viva experiencia estético-cognitivo-antropológica.
Esta experiencia estético-cognitivo-antropológica que la lectura nos produce cuando la hemos canalizado hacia adentro de nuestro ser, produce una serie de reacciones y de involucramientos personales con la realidad mediata o inmediata del lector que desde su compostura hermenéutica se deja impactar asumiendo conductas muy especiales, como el caso que la escritora argentina Graciela Bialet (2018) comenta sobre la escritora y filósofa francesa Simone de Beauvoir que en la obra literaria Memorias de una joven formal evoca esta reflexión muy hacia adentro: “‘Los libros me tranquilizaban: hablaban y no disimulaban nada; en mi ausencia, callaban; yo los abría y entonces decían exactamente lo que decían’: lo que el lector necesitaba”; circunstancia que, por supuesto, solo se da, como en el caso de esta muy bien trazada meditación, si el lector lleva la lectura hacia adentro del corazón con la ayuda de la razón. Por algo, uno de los personajes del novelista checoslovaco Milán Kundera dice: “Allí donde habla el corazón es de mala educación que la razón lo contradiga” (1993), con lo cual se corrobora el impacto que denota vivir la lectura hacia adentro.
Por eso, según Bialet (2018), “un libro, en el formato que tenga, no dejará nunca de ser un objeto, si no encuentra a su lector”, y este lector solo se encuentra con el texto cuando vive la lectura hacia adentro, es decir, cuando siente el condumio de su más emotiva expresión que vibra en lo más hondo de su entelequia personal. De ahí que, “lo esencial de un libro, su continente intangible, sigue intacto: un texto, necesitado de un autor que lo elabore y de un lector que lo resignifique, porque ya sabemos que un texto (y más aún, uno polisémico como el literario) es siempre inacabado y solo se completa con los esquemas, las representaciones y los pensamientos del lector” (Bialet).
Desde esta óptica, otro caso de vivir la lectura hacia adentro se da en un fragmento de la novela El fuego y la sombra del escritor ecuatoriano Juan Valdano, cuando uno de sus personajes vive desde adentro de su corazón el fulgor más radiante que siente por la lectura y escritura de su diario personal. El ambiente literario se genera así: “Estoy solo en el silencio de mi alcoba, tomo mi diario, vuelvo a él con el alma repleta de ansias y de sueños. Lo abro, lo hojeo, recorro sus páginas por las que mis letras corrieron libres, sin traspié ni fatiga, por las que mis palabras midieron, de arriba abajo, la tersa extensión de su blancura y el grato olor de las cosas familiares me acaricia el olfato. Qué bella es una página en blanco presta a ser escrita; es como una mano abierta que invita a viajar por todos los universos posibles, una mano extendida a esa aventura, tan grata a los dioses, de nombrar cada cosa nueva que en nuestro viaje encontramos” (2012).
Pues, sin duda alguna, vivir la lectura desde adentro, es un homenaje estético de felicidad libremente asumido desde el espacio más sentido de nuestra condición metacognitiva.