La vida, el mundo, la naturaleza, lo humano en su amplia dimensión de ser inteligente, razonable y espiritualmente sano para pensar y actuar posee infinidad de maravillas que están ahí para disfrutarlas, para vivirlas desde la captación cognitiva que le es factible procesar fenomenológicamente para que pueda disfrutar de esas maravillas creadas por la naturaleza y por el ente humano.
El arte en general y la ciencia son dos grandes maravillas que desde la concepción visual y metalingüística nos permiten acercarnos no solo a la superficie, a la epidermis de ese fenómeno artístico o científico que abstracto o concretamente existente, se lo puede comprender, inferir y analizarlo desde lo más profundo de nuestra inteligencia intelectual y emotivamente asumida para que podamos descubrir en su más genuina esencia lo que ese objeto contiene en sí, y lo que la mente humana pueda captar para que aflore ese disfrute, esa felicidad más sentida en el cuerpo y en la psiquis, es decir, somáticamente, tal como sucede con una de las actividades artístico-científico-cerebrales más genuinamente creadas para difundir el pensamiento desde la objetividad de su contenido; me refiero al libro, es decir al texto escrito que desde el ámbito científico, humanístico y/o artístico-ficcional es capaz de llegar simbólica y cognitivamente a lo más profundo de nuestra conciencia subjetiva para alimentar las múltiples inteligencias que posee el ser humano para captar la realidad de ese objeto, y no solo la realidad tangible, sino aquellas visiones y concepciones especulativas que amorosamente el lector las siente y que, por ende, al procesarlas en su intrasubjetividad, le alimentan su grandeza espiritual; y ahí es, justamente, donde se despierta esa eclosión de alegría, de felicidad, de disfrute estético-cognitivo, gracias a la lectura concentrada y sentida que el lector pudo mantener recorriendo visualmente las páginas de ese texto que en físico o virtualmente le fue posible y voluntariamente acercarse con todo su contingente humano para embeberse de esa porción de realidad textual que el autor ha creado bajo un modelo específico de lenguaje que ”se mueve en el vacío que habitamos y desde allí trae las palabras que se yerguen en el texto nombrándonos con el peso de la subjetividad” (Pradelli, 2011) que le son inherentes tanto al escritor como al lector que es el que interpreta y valida los modos de realización de ese lenguaje escrito.
Desde esta perspectiva, “el libro es (…) árbol y camino. Es decir, es al mismo tiempo un ser vivo inmóvil y una brecha hacia todas partes, que invita a caminar” (Tovar, 2013) con el placer de la inteligencia que al lector le caracteriza. Se trata de un caminar resuelto, libremente elegido, y cuyo acompañante, el libro, posee una experiencia de vida que consiste en darse al lector sin condiciones, como el árbol que brinda sus frutos sin mirar quien es el que los cosecha, o como el oxígeno que desparrama sin mirar a quien lo brinda; y, finalmente, el árbol como la gran metáfora del conocimiento, cuyo valor supremo es el florecimiento que como un gran espectáculo de la naturaleza queda listo para que lo disfrute a sus anchas, sean quien sea, con tal que haga camino al andar de sus ramas y de sus frutos que, en este caso son las páginas que florecen para relacionarse con el que voluntaria y libremente quiera hacerlo, es decir, caminar con él para disfrutar de esa porción de lenguaje silencioso que dice mucho si el lector se apresta a entrar en un diálogo sin trabas ni prejuicios que lo cohíban para arribar a su esencia, al condumio de lo que porta, porque ahí, en el texto hay una voz, “aún en la fragilidad atroz de todas nuestras voces y de todas nuestras letras, nos movemos siempre en la eternidad de la palabra y sus sentidos, en la búsqueda de la pura significación, emocionada del lenguaje” (Pradelli, 2011) que al caminar nos proporciona un sendero de luz y de vida para sutilmente explorarlo.