Los críticos y los lectores más avezados de la literatura mundial han dicho que el genio más grande que en las letras ha tenido el siglo XX es el de una mujer estadounidense llamada Djuna Barnes, la cual, en efecto, ha sido proclamada y admirada por la escritura de una de sus grandes novelas intitulada El bosque de la noche. Al respeto, el escritor Graham Greene sostiene que es “una escritora dotada de una asombrosa capacidad de expresión… Una riqueza espontánea de imágenes y de alusiones, una oscura fecundidad de disertación, alarmante e irresistible como la mar embravecida” (1988).
Si la escritura de ficción produce grandes genios como el de la escritora en mención, es porque hay lectores que califican estos actos de escritura como los más emotivos y de disfrute que desde la inferencia altamente sentida desde los planos de la metacognición que sabe interpretar artística, axiológica y simbólicamente esa porción de letras leídas que, por supuesto, son validadas porque quizá “el signo literario es un signo especial que trasciende los límites de la palabra a través de su sentido traspuesto, identificado por el símbolo literario. Para poder llegar a él es necesario tener en cuenta su forma y su fondo (…) que ayudará a ‘interpretar para comprender’ ese lenguaje simbólico, esa trascendencia del signo, a través de una actitud espiritual de búsqueda de sentido” (Pazo, 2011).
Esa búsqueda de sentido a través de una actitud emotivo-espiritual y lingüísticamente asumida por el lector es, en efecto, una de las más lúcidas posiciones hermenéutico-contextuales que tiene para ir más allá de los límites que la palabra escrita deja consignada en el texto y que, desde el plano literario el escritor deja abierta esa posibilidad de metaforización, de conmoción y de interpretación que el lector pueda llevar a cabo, tal como sucede con uno de los pasajes literarios de la novela aludida de Djuna Branes, la cual, a propósito de la seducción enormemente trascendente que tienen los lectores que han llegado al culmen de su más granada inteligencia creadora y de compromiso con la vida, incluso en los umbrales de la muerte, nos deja la evidencia más sentida a través de los personajes: el príncipe y el doctor, que simbólicamente dejan trazada su posición como lectores atentos, despiertos, oportunos, tenaces, plenos, enérgicos y llenos de pleitesía humana. En El bosque de la noche el pasaje dice así:
“A mí me gusta aquel príncipe que estaba leyendo un libro cuando el verdugo fue a buscarle, le tocó el hombro y le dijo que ya era la hora, y él, al levantarse, antes de cerrar el libro, puso un abrecartas para señalar la página.”
–¡Ah! -dijo el doctor-. Ese no es un hombre que viva en su momento, ese es un hombre que vive en su milagro. (…)” (Barnes, 1988).
El resplandor de la vida desde la lectura, como podemos apreciar, ni siquiera se apaga con el término de la vida; pues, vivir en su momento, aunque sea en el último momento que le marca la vida, pero, como dice el personaje de la ficción, el doctor que, en efecto, supo captar la naturaleza profunda que implica ser un lector iluminado, no tanto por lo que lee el príncipe, sino por la actitud simbólica que implica una acción hasta en los momentos finales y más difíciles de la vida; aquí, la esperanza, la placidez por la vida es tan evidente que el príncipe, sabiendo que va a morir, demuestra que ese hecho no le inmuta porque demuestra, hasta el último, que él seguirá o regresará para seguir leyendo, es decir, para demostrar que la vida, a pesar de lo trágico que puede ser el momento de la muerte, sigue glorificándola como un milagro, como una oportunidad que la vida le dio para valorar con la más altura axiológica, ética y estética un hecho humano, como es el acto de aprender a leer asumido plena y eternamente “del mismo modo que el amor se aprende amando” (Argüelles, 2014). Ahí está el milagro de la vida en la lectura, incluso más allá de la vida terrena, hablando metafórica y simbólicamente.