Ser lector es vivir en el lenguaje

El proceso que en la vida lleguemos a elegir para ser lo que somos es el que va moldeando nuestra existencia hasta llegar a la cúspide de lo que mejor podamos hacer para que esa proyección humana sea la más efectiva, afectiva y vivible.

En este orden, en cada individuo hay una especie de insatisfacción ante la vida que la sentimos porque no somos completos al emprender una tarea, por eso necesitamos afianzarnos en algo que nos proyecte; eso sucede cuando elegimos leer un tema que nos agrade; pues, nos damos cuenta que desde esa actividad, algo vamos sumando hacia nuestro adentro que nos satisfaga y que nos proyecte con una nueva mirada para analizar el mundo y, por ende, para analizarnos como personas listas para que reparemos en lo que estamos haciendo para bien de uno, y desde nuestras acciones para bien de los demás.
De ahí que, leer para comprender y mejorar en nuestra manera de percibir los temas de estudio de una disciplina escolarizada, académica o profesional, no es más que ir en esa búsqueda de lenguaje que nos oriente, que nos ilumine para llenar esa insatisfacción, esa incomplitud e incluso ese vacío existencial que a veces no nos deja desarrollarnos adecuadamente.

Por supuesto que, si elegimos leer tiene que ser no solo con la entelequia, sino con el corazón, es decir, sintiendo el palpitar de cada palabra incrustada en lo más hondo de nuestra cognición. Que los lectores, como dice Ángela Pradelli, “sientan la sangre de los escritores que han escrito sus libros con las vísceras” (2011). Por supuesto, se trata de una metáfora como de antropofagia, es decir, como si el lector tendría que comerse la carne de sus congéneres, pero con una satisfacción personal tan enorme porque sabe que es carne de su carne, es decir, con un lenguaje identificatorio entre escritor y lector que satisface, que fortifica, que llena, que alimenta por la hondura de esas palabras que en el texto están ordenadas estética y lingüísticamente para que sean comprendidas e inferidas desde el condimento de nuestro paladar intrasubjetivo que nos exige percibir con la más cálida satisfacción personal lo que podamos leer con deleite, sabiendo que, uno de los ingredientes de ese deleite intelectual que tiene la escritura es que “registra el trabajo del mundo. Quien lee libros y artículos, hereda ese trabajo, se transforma, al final de cada libro o cada diario es distinto a como era al comienzo. Si alguien no lee libros o periódicos, ignora ese trabajo. Es como si el mundo trabajara para todos, menos para él, la humanidad corre pero él está quieto” (Pradelli, 2011).

En efecto, el mundo de las palabras en un escrito nos transforma porque trabaja para todos aquellos que quieran sumarse al sentido de lo más plenamente humano, para aquellos que se dan cuenta que su insatisfacción desea ser cubierta con algo que los llene, que los saque de su anonimidad, quizá de su escondrijo en donde no pueden brillar porque están como aturdidos, inermes, quietos, sin saber para donde ir.

Para salir de esa realidad de estacionamiento, de quietud nociva, aparece la lectura de un texto determinado, pero para que lo promueva a “propiciar un estado de disponibilidad de apertura” hacia el mundo (Martín Garzo, 2013, p. 50), y con la humilde sabiduría de entendimiento como la que propició el escritor alemán Hermann Hesse al sentenciar que “los libros solo tienen valor cuando conducen a la vida y la sirven y le son útiles, y cada hora de lectura que no produce al lector una chispa de fuerza, un presagio de rejuvenecimiento, un aliento de nueva frescura, es tiempo desperdiciado” (Argüelles, 2014).