A modo de conclusión

Me gusta rumiar una de las reglas de oro de la espiritualidad de san Ignacio de Loyola: “No el mucho conocer harta y satisface el alma, sino gustar internamente de las cosas de Dios”.

El conocimiento interno, del que habla el santo, en el lenguaje propio de su época, mil quinientos cuarenta en adelante, es uno de los pilares del principio y fundamento de nuestro quehacer cotidiano. Recuerdo, también, una feliz coincidencia en el apostolado por la Palabra de Dios con el Padre Fidel Oñoro, destacado biblista. Tuve la satisfacción de participar en el reciente Simposio Internacional de Teología, organizado por la Universidad Politécnica Salesiana, sobre Ética, Humanismo e Identidad en el Prólogo de san Juan.

En una reflexión, escrita u oral, de alto nivel, tan importante es la conclusión como la introducción. Presentar y enamorar con el tema para confirmar las aplicaciones y los logros, como aporte para el progreso en nuestras acciones humanas. Nuestra vida es así. Cuando gustamos de algo agradable todo cuanto soñamos pasa de la utopía a la realidad. A veces, con más transpiración que inspiración. Creados a imagen y semejanza de Dios, la presencia intratrinitaria remarca nuestra identidad. El conocimiento interior, que parece perderse en el viento, entre lo superficial y lo efímero, debe recuperar su importancia y su valor. El discípulo amado, apóstol y contemplativo en la acción, Juan, subraya la necesidad de entender al Logos, al Dios que viene a acampar entre nosotros: “Y el Verbo se hizo carne…”. Existe una similitud entre estos dos términos. También podemos entenderlo como el Emanuel, el Dios con nosotros, muy específico en el Evangelio según san Mateo. Todo hombre necesita redimirse. El logos nos invita a leer la interioridad del hombre desde la presencia divina, cuyo principio de actuación es la benevolencia y la fidelidad, principio fundamental de la compleja experiencia humana. La benevolencia lleva al humanismo, si nos apoyamos en la consideración de uno de los atributos divinos: la bondad.

La fidelidad es la unión de dos seres vivos sin importar las consecuencias que esto pueda traer. La persona es “un centro invisible en donde todo se aúna”, es una “presencia en mí”, gracias a la cual se equilibran y unifican las tres dimensiones espirituales que nos caracterizan: vocación, encarnación y comunión. La persona no es “cosa” ni “objeto”, ni “parte de la naturaleza”, ni un “momento” en la evolución del cosmos, ni, mucho menos, un “medio” para lograr un fin. El hombre debe estructurarse en su ser cristiano como la garantía de ser en Cristo, para llegar a una nueva criatura en filiación, fraternidad y señorío sobre el mundo. Esta es la gran tarea que debe realizar todo cristiano. Cuando la estructuración de la persona se resquebraja y los objetivos van por un lado, el mundo de valoraciones va por otro y la respuesta de vida por otro, no tenemos delante a quien es y vive en autenticidad. A modo de conclusión, debemos agradecer a Dios por nuestra identidad en su Hijo.