En este tiempo de vacunas y vacunados, llegó a mis manos la novela histórica: A flor de piel del español Javier Moro, cuyo contenido relata magistralmente la épica hazaña sanitaria emprendida el 30 de noviembre de 1803 por los médicos españoles Xavier Balmis y Josep Salvany y por lo enfermera Isabel Zendal para inocular la vacuna contra la viruela en territorios de ultramar del imperio español. Tarea titánica que resultó exitosa gracias al empeño heroico y temerario de los protagonistas, quienes, para lograrlo, debieron enfrentar y vencer la corrupción de virreyes, la incredulidad hacia la ciencia médica y la codicia de quienes quisieron beneficiarse de los desamparados. Esta obra, fruto de una exhaustiva investigación del autor, que no dejará indiferente a nadie, revela dos rostros de la naturaleza humana: el primero conectado con las personas altruistas que se identifican con el cobijo y la protección de la humanidad; y el segundo, relacionado es el de los facinerosos y enceguecidos por el ansia de poder y riquezas, sin importar la vida del prójimo. No exagero en decir que la lectura de esta obra debería ser obligatoria ya que varios de los obstáculos que se presentaron a inicios del siglo XIX para la vacunación contra la viruela; son los mismos que hoy, a inicios del siglo XXI, entorpecen, dificultan y retardan la inmunización contra el Covid-19 en el Ecuador y, seguramente, en otros países. Lo dicho se sustenta en las corruptelas, negociados y sobreprecios que mancharon desde el inicio de la emergencia sanitaria a la gestión de algunas entidades públicas como, por ejemplo, al Municipio de Quito, entidad investigada por la adquisición de miles de pruebas defectuosas para la identificación del virus. También se asemeja con el pasado, la resistencia ciudadana a creer en la vacuna y dar la espalda a los estudios científicos; ahora bajo extravagantes, absurdos e inadmisibles disparates esparcidos en algún oscuro e impreciso sitio de Internet como: “evitar que se les inserte en el organismo un chip de seguimiento”, “impedir que se les modifique el ADN” o “quedar estériles para toda la vida”; en 1803 bajo el argumento de que la vacuna al no ser obra de la iglesia era obra del diablo.
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