Santiago Armijos Valdivieso
Según el periódico español El País,los usuarios de telefonía celular alcanzaron los 5.000 millones en 2017, pero las tarjetas SIM (chip que almacena un número de teléfono y las claves de acceso de un usuario a una operadora de telefonía celular) se elevaron a 7.800 millones. Ello confirma que los teléfonos celulares con acceso a internet han inundado el planeta y consecuentemente se han impuesto en casi todos los espacios de nuestro existir: trabajo, negocios, educación, diversión, comunicación, información, viajes. El tema es de tal magnitud que sin estos aparatos nos resultaría muy difícil desenvolvernos en la cotidianidad de la vida; sin embargo, como nada resulta completo ni perfecto, también han traído consecuencias negativas para la especie humana. Basta como ejemplo el deterioro que ha sufrido nuestra memoria al no tener la necesidad de retener datos básicos como direcciones, nombres, referencias, números de cuenta, fechas, etc.; puesto que todo consta en la memoria del móvil. Esto no sucedía hace unas tres décadas, en las que lo usual era grabar en nuestra memoria con total precisión los números de varios teléfonos convencionales con los que debíamos mantener contacto. Hoy en día, resulta muy difícil encontrar a alguien que tenga en la memoria el número de otros celulares que no sea el propio. En definitiva, las ataduras a la telefonía celular y al internet han llegado a niveles inimaginables. En lo colectivo, hoy en día, un apagón tecnológico provocaría la paralización de todo un país; y, en lo individual, quien no lleve un celular inteligente en sus manos, estaría desconectado, marginado y excluido del planeta.
Por si esto fuera poco, acabo de leer una sorprendente información en la prensa internacional (Diario El País de España, edición correspondiente al 5 de enero de 2022), en la que el periodista Manuel Ansede, comparte una inquietante entrevista realizada al neurocirujano Rafael Yuste, catedrático de la Universidad de Columbia, quien; junto a Darío Gil, director mundial del área de investigación de IBM; acudió, a inicios de noviembre de 2021, a una reunión en la Casa Blanca (Washington-EEUU), convocada por el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, para analizar las consecuencias globales que traería la inminente llegada de un mundo en el que los ciudadanos puedan conectarse a internet directamente con el cerebro, mediante gorras o diademas capaces de leer el pensamiento. En dicha entrevista el neurocirujano Rafael Yuste afirma textualmente lo siguiente: “Será una cosa gradual. Primero llegarán dispositivos y aplicaciones que nos permitirán registrar y descifrar la actividad mental. Estamos hablando de 10 años”. Luego agrega: “Las primeras aplicaciones importantes pueden ser, por ejemplo, para escribir mentalmente o para traducción simultánea. Imagina que llegas a un país con tu diadema: piensas en tu idioma y tienes un altavoz que habla el otro idioma. Y, por supuesto, como la humanidad es lo que es, lo primero serán juegos y porno. Y luego, 10 años más tarde, yo creo que vendrán las tecnologías para introducir información en el cerebro, que siempre es más difícil. Y ahí ya será de verdad la aumentación mental. Si tú quieres acabar la frase en la que estás pensando, un algoritmo te la acabará, igual que ahora cuando estás escribiendo te la autocompleta. Imagina que te la autocompleta no solo con lo que quieres escribir, también con qué tienes que comprar en el supermercado, qué pareja quieres buscar, qué decir a la gente con la que estás hablando. Si ahora hablase con una persona y tuviera acceso a todo lo que ha hecho durante su vida, podría contarle otra cosa que le interese. Y, por supuesto, podría conducir o manejar mentalmente cualquier tipo de maquinaria. Yo digo que va a ser un nuevo renacimiento, porque la especie humana de repente salta hacia arriba, se conecta a computadoras cuánticas [ordenadores con una capacidad de cálculo muchísimo mayor]. Imagina una computadora cuántica ayudándote a decidir dónde tienes que invertir o qué carrera tienes que escoger. Estamos hablando de una especie humana muy distinta”. Cuando el periodista Manuel Ansede le lanza a quemarropa la pregunta: ¿Todavía con gorra o diadema o ya sería un dispositivo implantado en el cerebro?; el neurocirujano le responde con claridad: “Depende. Un equipo de la Universidad de Stanford ha conseguido este año que pacientes paralíticos, que no pueden hablar, escriban como si estuvieran escribiendo a mano, pero a base de pensar, con tecnología implantada. Ese problema, técnicamente, ya está solucionado. De aquí a 10 años, si hablamos de tecnología implantada, se podrá meter información de ida y vuelta. La tecnología implantada es muchísimo más potente, pero no la puedes vender en un supermercado, porque necesitas que un neurocirujano te la ponga. Siempre estará en el ámbito médico. El problema ético y social más gordo es la tecnología que no está implantada, la que no es invasiva, porque se puede comprar como si fuese electrónica de consumo, no está regulada, y puede llegar a toda la población”. Lo que acabo de transcribir, estimados lectores, no es ciencia ficción. Es un tema que ya está en el tapete del desarrollo tecnológico y cuya cristalización está a la vuelta de la esquina. Sin duda, traerá enormes ventajas para la humanidad, pero también grandes dolores de cabeza; pues, siempre debemos tener presente que todo avance tecnológico, al igual que todas las herramientas descubiertas, presentan y presentarán utilidad tanto para el bien como para el mal que revolotean nuestra condición humana. Mastiquemos con tiempo esta posible realidad y esperemos que nuestros ángeles se impongan a nuestros demonios.